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Aprender los secretos de la Naturaleza
A principios del siglo XVIII no se dedicaba demasiada atención en España a las ciencias en general y a las naturales en particular. Estamos, por tanto, como hace tres siglos. Había entonces muchas cosas que no se podían cuestionar en defensa del dogma católico. La autoridad de los antiguos y la Biblia bastaban para dar explicación a los fenómenos naturales. Así siguieron las cosas durante todo el siglo ilustrado, de modo que el conocimiento natural se encontraba anclado a una teología basada en la tradición, lo que supuso un fuerte atraso para la ciencia. Y, sin embargo, aquel siglo vivió una segunda era de los descubrimientos, con expediciones como las que Juan Pimentel relata en Viajeros científicos (Nivola, 2008). Aquí encontramos la figura de José Celestino Mutis (1732-1808), uno de los viajeros naturalistas que trataron de civilizar la fe y descifrar los códigos secretos del mundo natural.
Hay un aspecto en la biografía de Mutis que debió influir poderosamente en su trayectoria científica: desde sus primeros años como estudiante vivió rodeado de libros y se familiarizó con lugares y compañías estrechamente relacionadas con el mundo del conocimiento natural. Uno de esos lugares fue el Jardín Botánico de Migas Calientes, germen del que más adelante refundó Carlos III y que ahora se encuentra en el Paseo del Prado en Madrid.
Los jardines botánicos eran lugares donde se combinaban dos prácticas asociadas durante siglos: el estudio de la Naturaleza y el coleccionismo. Para un rey, la colección y exhibición de objetos naturales, especialmente si procedían de lugares remotos, era algo así como acumular cuadros o relojes, una muestra de poder. La tarea que se imponía a los científicos era el conocimiento de tales objetos naturales, y en lo que se refiere a las plantas, la figura más influyente de la época era Carlos Linneo, el Príncipe de los Botánicos, cuya obra conoció Mutis durante sus observaciones en el Jardín Botánico. A Mutis le pareció que aquel era buen momento para extender y completar el sistema clasificatorio del gran naturalista sueco a través de las selvas americanas. Y se puso manos a la obra.
Poco podía sospechar nuestro sabio cuando inició su viaje el 7 de septiembre de 1760 que su experiencia se iba a convertir en ejemplo de paciencia, pues tuvo que esperar 23 años a que le fuera asignada su expedición botánica. Un canto a la soledad que, no obstante, cuadraba bastante con su carácter y su forma de pensar. Según dejó escrito en su diario, quería “vivir retirado de los hombres para aprender los secretos de la Naturaleza”. Tampoco llegó a imaginar que jamás volvería a España.
¿Qué hizo Mutis mientras tanto? Pues ejerció de médico, que al fin y al cabo era su profesión —en realidad, había embarcado como médico del virrey del Nuevo Reino de Granada—. Aprovechó para estudiar las propiedades farmacológicas de las plantas, encontrando un punto de encuentro entre su profesión y su verdadera vocación.
Por fin llegó el mes de abril de 1783 en que dio comienzo la expedición botánica propiamente dicha, la obra de su vida. Mutis nombró y clasificó especies botánicas tal como Linneo prescribía en su obra Philosophia botanica (1751), uno de los libros de cabecera del sabio español junto a Species plantarum (1753), la biblia de la Botánica del siglo XVIII. Mutis se convirtió así en uno de los numerosos apóstoles que facilitaban al sueco muestras de nuevas especies y diseminaban su palabra por todo el mundo. A Mutis dedicó todo un género de las asteráceas, Mutisia, y una de sus especies, Mutisia clematis.