Blog
Colores de otoño
Henry David Thoreau fue un escritor y ensayista estadounidense que vivió en el corazón del siglo XIX y en las entrañas de la Naturaleza, donde fue capaz de simplificar su vida y dedicar todo el tiempo a la escritura y la observación de las bellezas naturales. Es lo que hizo a través de su obra Colores de otoño, glosar los encantos pintados por el otoño. Se trata de un librito breve, apenas 40 páginas de una prosa cuajada de poesía, escrito en 1862, al final de su vida, y que llega hasta nosotros con plena vigencia.
Thoreau no se detiene en las causas que explican ese cambio cromático, pero ya desde las primeras líneas invita al lector a que aproveche cualquier ocasión para ir al campo en la estación de los colores más esplendorosos, con la garantía de verse gratamente sorprendido. Para él, el profano observa los frutos que da la Naturaleza como algo que solo sirve para saciar el hambre corporal. Pero para quien se muestra ávido de contemplar las maravillas naturales, los frutos exponen su variada escala cromática para saciar el hambre de belleza. Solo tenemos que pararnos para observar y nos sentiremos cautivados por esa belleza. "Un hombre puede correr y pisotear plantas que le llegan a la cabeza sin enterarse de que existen, a pesar de que las siegue a toneladas, las esparza por sus establos y alimente con ellas a su ganado durante años. Sin embargo, si se detuviera a observarlas, se sentiría cautivado por su belleza. Hasta la planta más humilde, o hierbajo, como solemos llamarlas, está allí para expresar alguna idea o estado de ánimo nuestro…", dice Thoreau.
Atrapado por la belleza del mes de octubre, y como gran conocedor de la botánica, presenta una serie de fragmentos con la loable idea de que sirvan de escaparate para recordar un paseo por los bosques otoñales. Así, especies como el trébol violeta, la hierba carmín, el arce rojo o el roble americano —los "casacas rojas del ejército en el bosque"— desfilan por las páginas de este libro como las ordenadas masas que el pintor coloca en su paleta dispuestas a "pintar la tierra con su rubor". Y como buen cronista de la Naturaleza, se fija sin perder un ápice de asombro en las hojas caídas en octubre, tantas "que una ardilla no puede correr tras una nuez sin que la oigan". Y escucha el susurro que producen al compás del viento o bajo su paso firme. Y las observa cómo flotan imitando a barcos sobre las tranquilas aguas del río. Y olfatea sus generosos aromas medicinales extraídos de la descomposición, como si la Naturaleza fuera una gigantesca tetera preparando el humus de futuros bosques.
Estoy convencido de que si Thoreau, heraldo privilegiado de la caída de las hojas en "sucesivos chaparrones", hubiera conocido las bellezas naturales de nuestra tierra, habría sentido la necesidad de mencionar la amplia variedad de frutos otoñales como si de una macedonia se tratase. Moras, majuelas, endrinas, el arce de Montpellier, el escaramujo, el abedul... , que en esta época comienzan a lucir todo su esplendor en singular contraste con el verde del pinar serrano, se disputarían la gloria de ver glosadas sus virtudes como ornamentos de la Naturaleza en medio de nuestra decadente fe en la superioridad, ignorantes de esa armonía para los sentidos, de ese festival que "no necesita fuegos de artificio ni campanas, a pesar de que cada árbol es un estandarte vivo de la libertad en el que se agitan cientos de banderas".
Para ver no solo hay que mirar. Tal como recomienda Thoreau, "sin duda veréis todo esto y mucho más, si estáis preparados para verlo, si lo miráis. De lo contrario, por muy habitual y universal que sea este fenómeno, tanto si estáis en la cumbre de la montaña como en la hondonada del valle, pensaréis durante setenta años que todo el bosque está, en esta estación, seco y marchito".