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Identificarnos con la naturaleza
Somos una especie recién llegada a este teatro de la vida. Si el tiempo que la Tierra lleva dando vueltas en el vacío pudiera concentrarse en 24 horas, los primeros homínidos habrían aparecido a las 23:58 horas, y el humano moderno, nuestra especie, 19 segundos antes del final del día. No obstante, a pesar de haber sido los últimos en llegar, no nos ha faltado desparpajo para colocarnos los primeros. ¿Nos imaginamos algo parecido en la entrada del cine? ¿Cómo reaccionaría, por ejemplo, una hormiga, que lleva siendo lo que es unos 130 millones de años?
El origen de este descaro se encuentra en la concepción aristotélica de la naturaleza. Aristóteles consideró que las plantas son seres inanimados, y por encima de ellas y de los animales está el ser humano, que vive toda la vida de la naturaleza. O sea, las plantas están hechas para los animales y, puesto que la naturaleza no hace nada incompleto y porque sí, debemos inferir, decía el sabio griego, que ha hecho a todos los animales para el hombre. La imagen aristotélica de la naturaleza arraigó profundamente en la Edad Media y, ya se sabe, de aquellos polvos…
Aristóteles consideró a las abejas y las hormigas como animales sociales. También lo es el hombre, pues desarrolla sus fines en el seno de una comunidad.
Pero bueno, ¿realmente hay algo que nos diferencie de las demás formas vivas? Aprendimos en la escuela que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. De momento, por tanto, no somos superiores a una lechuga. La capacidad de movimiento tampoco es algo que nos haga muy especiales que digamos: una gacela se desplaza con más agilidad que nosotros. Además, hay miembros de nuestro reino (corales, esponjas, anémonas…) tan estáticos como un cactus. La distinción tampoco reside en la capacidad del juego, pues un gato no nos tiene mucha envidia a la hora de juguetear con una simple bola de papel. ¿Será por ventura el mayor tamaño del cerebro? No creo que en eso superemos al elefante. ¿Y el tamaño de ese órgano en relación con el resto del cuerpo? Tampoco. En esto vamos por detrás de la musaraña. En cuanto al uso de herramientas, cuervos y chimpancés ya han demostrado sus habilidades. Se nos acaban los argumentos. Ni siquiera la capacidad de comunicación serviría para demostrar la supuesta superioridad del ser humano, salvo si centramos la atención en el uso del lenguaje —siempre que pasemos por alto nuestra habilidad para destrozarlo cada vez más—. ¿No será que apenas pasamos de ser un eslabón más en la intrincada trama de la vida, que formamos parte de una comunidad de seres vivos sin que existan jerarquías ni lugares de honor? Esta cadena de razonamientos es la que lleva a Katia Hueso (1) a concluir que el ser humano solo es naturaleza. Que no es poco.
Detalle de Las Meninas. Velázquez. Museo Nacional del Prado.
Frecuentar los contactos con los espacios abiertos, reforzar nuestros vínculos con lo que somos —la naturaleza—, es una vía abierta para reflexionar sobre ella, para conocernos a nosotros mismos y cuestionar el lugar que ocupamos en la comunidad biótica a la que pertenecemos. Esta tendencia a meditar sobre la relación del hombre con la naturaleza ha generado una pléyade de pensadores cuyas ideas se han ido combinando en un crisol que podríamos llamar filosofía de naturaleza. De la mentes y obras de Emerson, Thoreau, Muir o Leopold han surgido movimientos conservacionistas y se han inspirado docenas de escritores que centraron su atención en la naturaleza y la condición humana.
Siguiendo esta estela de reflexión, cabe preguntarse cómo nos vinculamos al entorno. ¿Se basará en la mera manipulación para satisfacer nuestras necesidades, pues somos la especie elegida? ¿Habrá acaso una cooperación con ella, un reconocimiento de sus valores sin perder, eso sí, la superioridad moral que nos ampara? ¿Será una relación que sitúa al ser humano como guardián de la naturaleza, como gestor, o tal vez se haya establecido una especie de sociedad en igualdad de condiciones? ¿O quizá tendremos una afinidad en la que participamos de la naturaleza al sentir que formamos parte de ella? Katia Hueso va más allá y propone un sexto modelo de unidad espiritual, de identificación total entre el ser humano y la naturaleza. De un modo u otro, estos dos últimos patrones responden a la idea de que somos naturaleza.
Si esto es así, estamos obligados a renunciar a todo tipo de uso mercantilista de la naturaleza, a considerarnos como dueños y señores, dominadores del resto de formas vivas. Solo así podremos sostener que estamos indisolublemente ligados a la naturaleza.
Katia Hueso ha tratado de levantar un puente metafórico entre nosotros y la naturaleza, un puente cuyos cimientos se alejan de los estándares de la literatura de naturaleza o la divulgación científica, pero que se deja atravesar si buscamos en sus líneas las bases para una profunda reflexión casi filosófica sobre la condición humana. No puede aceptarse la separación de hombre y naturaleza desde el momento en que esta se encuentra presente en tantas manifestaciones humanas: arte, ciencia, técnica, literatura, cine, música… Otra cosa es que el hombre haya optado por darle la espalda, no reconociendo la multiplicidad de beneficios que recibe del mundo natural. Rodearse de naturaleza no solo proporciona un placer estético, sino que posee un efecto relajante, sanador, como afirma el Dr. Qing Li. Por ello es necesario reconectarse con el medio natural sobre la base de la identificación con todas las formas vivas (biofilia) y con los lugares que ocupamos (topofilia). Esta afinidad por la naturaleza lleva aparejado su cuidado, y esto pasa por el consumo sostenible y la reducción de residuos como medio para minimizar nuestro impacto ambiental. Nosotros cuidamos a la naturaleza y ella cuida de nosotros.
Sin embargo, como queriendo destacar diferencias con los demás seres vivos, y expertos en la incoherencia, confesamos sentir atracción por la naturaleza al tiempo que la descuidamos; afirmamos ser naturaleza mientras nos convertimos en su principal amenaza. ¿Sapiens? Eso dicen. ¿Contradictorios? Seguro.
Quienes hemos dedicado buena parte de la vida a la enseñanza, incluso cualquiera que conceda especial importancia a la educación, valoramos de modo significativo la atención prestada por Katia Hueso al tándem educación-naturaleza. Lo hace tratando de distinguir —de manera didáctica, por cierto— entre los binomios educación en la naturaleza, educación sobre la naturaleza, educación desde la naturaleza, educación para la naturaleza y educación con la naturaleza. Interesante desarrollo de dos conceptos tan esenciales para nuestra completa formación como ciudadanos, especialmente si deseamos conocer los seres más comunes que nos acompañan en este viaje por la vida, entender las relaciones que se establecen entre todos, valorar la influencia que tenemos sobre los ecosistemas y comprender que formamos parte de un todo, que somos naturaleza.
(1) Hueso, K. (2017). Somos naturaleza. Plataforma, Barcelona.