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La educación lenta (y 3)
El movimiento de la lentitud va extendiendo su influencia en muchos ámbitos de la vida cotidiana, promoviendo la incorporación de la calidad a nuestra actividad, y presentando batalla a valores estresantes y de conveniencia, reivindicando un trato diferente con el entorno, con la vida, con nosotros mismos.
En el análisis del mal uso que hacemos de nuestro tiempo, llama la atención una curiosa paradoja: cuando los avances tecnológicos deberían habernos proporcionado más tiempo libre y más calidad de vida, a veces han logrado el efecto contrario y nos han complicado estrepitosamente la existencia. Pensemos si no está ocurriendo algo parecido en la escuela con el uso de las TIC y todo lo que ello supone: búsqueda de recursos, diseño de actividades novedosas y motivadoras, acceso a Internet, etc. La búsqueda de la calidad en este terreno también es incompatible con la prisa.
El tiempo. Algo que ha tenido una importancia de primer orden desde el mismo momento en que nació la escuela como institución, y que se ha manifestado en la propia necesidad de organizar y controlar espacios y calendarios. Incluso cuando aparece el concepto de educación permanente a lo largo de toda la vida, o cuando se habla de la ciudad como agente educador, algo en los que, hoy por hoy, no resulta fácil creer. Los agentes que intervienen en la educación evolucionan, y la escuela encuentra cada vez más oposición en la sociedad, las familias, los medios de comunicación… Todos podemos aprender de todo en cualquier momento y en cualquier lugar. Y todos parecemos sentirnos legitimados para controlar los tiempos educativos a costa de la coherencia, la confianza y la eficacia que exige el acto educativo. La propia administración no es ajena a esta situación, y en su afán por adueñarse de ese control, pasa por alto las necesidades educativas de niños y jóvenes. Tal vez habría que plantearse si el elevado nivel de fracaso escolar de nuestro sistema no tiene su origen en el tiempo y el uso que hacemos de él.
El entorno social presiona para que todo se aprenda en la escuela. Es habitual que para resolver cualquier problema que aqueja a la sociedad (accidentes de tráfico, violencia de género, racismo y xenofobia, el emprendimiento, la crisis ambiental, y tantos otros) se proponga su tratamiento en la escuela desde edades tempranas, de forma que la lista de asuntos a tratar se hace interminable. Pero no dejemos de leer —y cuanto antes mejor—, de hacer operaciones con soltura, recitar las montañas y ríos de nuestra geografía, o hablar un Inglés fluido en poco más de veinte horas a la semana. Nos movemos con criterios de cantidad, no de calidad, y de ahí surgen debaten como el reparto de horas por materias o el famoso aumento de dos horas y media de trabajo docente.
Joan Domènech desgrana en su libro sus 15 principios para la educación lenta con el objetivo de ayudarnos a comprender que esta educación exige paciencia, distraerse, observar, saber que cada cosa llega a su debido tiempo. Los años nos van enseñando que no merece la pena hacer las cosas con prisa, que esta forma de vivir no tiene sentido, que tal vez deberíamos hacer un alto, pararnos para darnos cuenta de que estamos pasando muy por encima de las cosas importantes, que con demasiada frecuencia pensamos en lo que estamos haciendo, al tiempo que hacemos previsiones sobre lo que tenemos que hacer después, que así es imposible disfrutar de lo que hacemos, que las prisas son malas consejeras y solo sirven para aumentar la ansiedad —la nuestra y la de quienes nos rodean—.