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Naturaleza sagrada
Los japoneses, que de esto saben un rato, supieron rodear sus templos sintoístas con densos, variados y hermosos bosques, en la creencia de que alguna fuerza espiritual se encargaría de proteger la naturaleza. De modo similar, o tal vez buscando el retiro del mundanal ruïdo, como decía Fray Luis de León, para encontrar esa conexión con lo más inexpugnable, los monjes cristianos establecieron sus conventos y ermitas en los parajes más bellos y recónditos de la naturaleza. Lo cierto es que existen repartidos por todos los confines del mundo magníficos bosques sagrados que han sobrevivido gracias a creencias tradicionales que tienen que ver con lo que quiera que sea el más allá. Y por encima de los templos que albergan y las confesiones que los levantaron, esos bosques poseen unos valores ecológicos que han de ser conservados.
Estos lugares, sagrados para algunos, fueron preservados desde sus comienzos por el fervor espiritual valiéndose, quizá, de ritos y supersticiones cuya eficacia ya quisieran las modernas leyes proteccionistas. Es posible que, sin proponérselo, fueran aquellos siglos el origen de un peculiar movimiento conservacionista.
Con todas las reservas necesarias, y prescindiendo de cualquier connotación religiosa, podríamos estar hablando de naturaleza sagrada. Este binomio ya fue empleado por John Muir (1) cuando contemplaba los bosques de Yosemite (2):
¡Qué cercanos parecen y qué claros sus contornos sobre el cielo azul, o más bien en el cielo azul, porque parecen saturados de él! ¡Qué invitación tan poderosa transmiten! ¿Se me permitirá ir a su encuentro? Día y noche rezo por ello, pero parece demasiado bueno para ser verdad. Lo hará alguien digno, merecedor de la obra de Dios, pero, hasta donde pueda, caminaré sin rumbo alrededor de estas montañas, monumentos de amor, alegre de ser un siervo de los siervos en medio de una naturaleza tan sagrada.
Parque Nacional Yosemite (California, Estados Unidos)
Era el año 1869, y Muir tuvo ocasión de recorrer el que más adelante, en 1890, se convertiría en el primer parque nacional de Estados Unidos, y lo hizo formando parte de un grupo de pastores de ovejas. Como individuo perfectamente integrado en el entorno, Muir observa todos los detalles de la vida a su alrededor, demostrando no solo un absoluto conocimiento de especies botánicas y zoológicas, sino un fluido empleo del lenguaje transformado en esa delicada prosa lírica que invita al lector a realizar un viaje imaginario a aquellos idílicos paisajes.
Adelantándose a la denuncia de la visión mercantilista que subrayó Aldo Leopold (3) varias décadas después, Muir señala cómo “el propietario de ovejas en California tiene prisa por hacerse rico”, y cómo “pueden mantenerse grandes rebaños con poco gasto y se obtienen grandes beneficios; el dinero invertido se duplica, según se dice, de año en año. Esta opulencia, rápidamente adquirida, provoca normalmente el ansia de más”. He aquí el comienzo del fin de muchos espacios naturales, sean sagrados o no. Muir no solo sentó las bases del conservacionismo, sino que mostró una gran sensibilidad por la vida de quienes trabajaban en el medio natural, seguramente convencido de que el hombre es un ser vivo que ha de disolverse en la naturaleza como una especie más, renunciando a cualquier espíritu dominador. De este principio ético bebió también Leopold.
Leyendo las cuidadas y detalladas descripciones que Muir hace de la naturaleza asistimos a un concierto para los sentidos: los susurrantes sonidos de las cascadas, la luz solar reflejando un espléndido surtido floral, el agradable aroma que desprenden los pinos, las verdes y suaves alfombras de matorrales que cubren la sierra, los deliciosos azúcares de arces y frutos que tanto deleitan a la fauna… ¿Somos conscientes de que para contemplar y disfrutar semejantes maravillas no es preciso viajar a Yosemite?
Muela de la Madera (Parque Natural de la Serranía de Cuenca)
Le sucede a Muir lo que a tantos otros que anhelan conocer la densa biodiversidad que pueblan los espacios naturales, aun tratándose de los más cercanos: cuanto más se cree conocer, más se comprende lo poco que se sabe y mejor se asume la pequeñez de la especie humana. “¡Cuántas bocas ha de llenar la naturaleza, cuántos vecinos tenemos, qué poco sabemos sobre ellos y cuán raramente se cruzan nuestros caminos! Y pensemos en el infinito número de criaturas aún más pequeñas, casi invisibles, para las cuales, en comparación, las hormigas más diminutas con auténticos mastodontes”. Es el lamento que compartimos.
En cierto modo, Yosemite se transformó para John Muir en algo más que un bello paisaje, un valle repleto de hermosas panorámicas y una rica biodiversidad. Yosemite fue una religión, y no cabe duda de que se sentía incómodo con la presencia de turistas que apenas alcanzaban a apreciar los valores de este magnífico espacio natural. Otro tanto sucede en la actualidad. Y aun así, albergaba la remota esperanza de que lo lograsen, porque “cuando encuentren entre los poderosos muros del templo y oigan los salmos de las cascadas, se olvidarán de sí mismos y se volverán devotos. ¡Bienaventurado habría de ser, de hecho, todo peregrino en estas montañas sagradas!”.
(1) Muir, J. (2018). Mi primer verano en la sierra. Hermida, Madrid.
(2) Ha de pronunciarse como palabra esdrújula: joʊˈsɛmɨtiː
(3) Leopold, A. (2005). Una ética de la Tierra. Los Libros de la Catarata, Madrid.