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Un maravilloso bien para nuestra especie

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La ciencia ha avanzado a una velocidad impensable desde el tiempo de la revolución científica, allá por el siglo XVII, hasta el punto de cuestionarse hoy si conducirá, por falta de control, a la desaparición de nuestra especie durante el siglo XXI. En este debate se mueve Nuestra hora final (Crítica, 2004), donde el astrofísico y cosmólogo Martin Rees recuerda cómo la religión, las ideologías, la cultura, la economía y la geopolítica han moldeado —y en ello están todavía— las sociedades hasta ahora, provocando disputas y guerras, pero sin cambiar la naturaleza humana. Sin embargo, medicamentos, modificaciones genéticas o implantes tecnológicos están siendo capaces de transformarnos mental, ética y físicamente.

La humanidad lleva casi un siglo preocupada por las consecuencias de la amenaza nuclear —algo que saben aprovechar muy bien algunas potencias mundiales—, y no está prestando atención a las que se pueden derivar de un mal uso de la tecnología en manos de ciertos individuos, o a la presión sobre el medio ambiente, con riesgos superiores a los derivados de los desastres naturales. Son peligros que tal vez veamos lejos de amenazar nuestra existencia, pero no podemos ignorarlos, como la carrera armamentística, el (mal)uso de las tecnologías, la creación y desarrollo de virus letales por ingeniería genética o la posibilidad de que exista vida fuera de la Tierra.

 

 

Mucho se ha hablado en las últimas décadas sobre los tratados de no proliferación de armas nucleares y de destrucción masiva, pero ninguna potencia mundial que las posea se deshace de ellas. Tras el supuesto fin de la llamada “Guerra fría”, la tensión continúa siendo insostenible, y la amenaza no tiene por qué venir de un estado, sino que puede surgir de la mente de un individuo o un grupo reducido con acceso a la tecnología necesaria, y que sea capaz de pulsar el botón para provocar una catástrofe. Y todos sabemos que existe gente tan irracional como amargada, así como grupos disidentes dispuestos a hacerlo.

No se muestra Martin Rees muy optimista al afirmar que la probabilidad de que nuestra actual civilización sobreviva hasta el final del presente siglo no pasa del 50%, especialmente si hacemos un repaso de las alteraciones que hemos provocado desde el Neolítico, un tiempo récord que viene a ser unas 450.000 veces inferior a la edad del planeta. Y es que un mal uso de la ciencia puede poner en peligro el futuro de la vida humana. Este pensamiento no es nada novedoso. En los albores del siglo XX el escritor H.G. Wells ya se preguntaba sobre esas cosas que podrían poner fin a la especie humana, y avanzaba la adquisición de conocimientos biológicos capaces de provocar un desastre global. Cabe plantearse si Wells no habría padecido una seria depresión de haber vivido en nuestro tiempo, con realidades como las armas nucleares, la crisis ambiental generalizada, la creación de virus y productos químicos letales, o una ingeniería genética con poder para modificarnos física y mentalmente. Rees sugiere que este podría ser un primer paso para configurar una población dócil, maleable, al estilo que adelantaba Aldous Huxley en Un mundo feliz. ¿Será lo siguiente la aparición de una personalidad aberrante capaz de provocar un desastre? ¿No está sucediendo ya? ¿Es preciso, por tanto, frenar el progreso de la ciencia?

 

Fotograma de la película Un mundo feliz (Brave New World), una adaptación de la obra de Aldous Huxley realizada por David Wiener para televisión.

 

“Los cambios ambientales inducidos por las actividades humanas, que todavía no entendemos plenamente, pudieran llegar a ser más graves que las amenazas naturales como los terremotos, las erupciones y los impactos de asteroides”. Son las primeras líneas que Martin Rees dedica a las amenazas de los humanos a la Tierra. Desde la aparición de las primeras bacterias hace unos 3.800 millones de años, la vida ha tenido tiempo de diversificarse, formar una atmósfera respirable, extinguirse casi en su totalidad varias veces y resurgir otras tantas. Y ahora el ser humano, un recién llegado, está diezmando la biodiversidad de la Tierra en lo que ya se conoce como la sexta extinción. Antes del hombre desaparecía al año una de cada millón de especies; ahora el ritmo de extinción se eleva a una de cada mil, muchas de ellas desconocidas para la ciencia, algo así como despreciar una música sin haberla escuchado. A la relación de logros humanos hay que añadir la alteración del clima, las múltiples contaminaciones o la deforestación.

Se dice en la contraportada del libro que no se trata de una obra alarmista que busca predisponer a una parte importante de la sociedad en contra de la ciencia. Pues menos mal. Porque el propio Rees afirma en su epílogo que el tiempo que le queda a nuestra civilización se ha contraído de igual modo que se expande el universo. “El planeta Tierra perdurará, pero no serán humanos quienes se enfrenten a la cremación de nuestro planeta por un Sol moribundo, ni tampoco, quizá, al agotamiento de sus recursos”, añade, y sostiene, además, que “la humanidad corre un riesgo mayor que nunca derivado de una posible aplicación indebida de la ciencia. Además, la presión medioambiental inducida por el conjunto de las acciones humanas podría desencadenar catástrofes más temibles que cualquier riesgo natural”. Dicho de otro modo, hemos sobrevivido hasta el momento gracias a la buena suerte.

 

 

La situación actual del planeta nos sitúa ante un complicado dilema: los beneficios de la ciencia y la biotecnología son evidentes para la humanidad, pero nos vemos obligados a contraponerlos a los peligros que los acompañan si se aplican indebidamente. Martin Rees es astrofísico y cosmólogo, y eso representa ciertas garantías, pero la lectura de Nuestra hora final es poco tranquilizadora, no por culpa de la ciencia, un maravilloso bien para nuestra especie, sino por su mal uso.