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Despertares
Las paletas de color de los herrerillos pululan entre los matorrales que oscurecen el reguero. Inquietos piit, piit brotan de sus siringes y chocan con las majuelas del pasado otoño. Al cabo de unos minutos, vuelan rumbo a la copa del pino más cercano, ondeando orgullosos su soledad. Desde un tronco, en posición inestable que solo una ardilla sería capaz de imitar, un trepador azul mueve la cabeza observando la vanidosa exhibición, preguntándose qué tratan de demostrar esos ufanos herrerillos. El sereno bosque vomita ecos de arrendajos y picos. El oído presta especial atención a trinos y silencios. Cualquier susurro es advertido y obliga a desviar la mirada una y otra vez. Le costará trabajo al sol doblegar la dureza de la tierra helada. Sobre el agua gélida de la charca permanecen piedras y palos a la espera de recibir la llamada del somero fondo. La serenidad viene a sumarse al coro de este primaveral, seco y glacial invierno.
En lo alto del roble, la quietud de las más delicadas ramas advierte del espiritual silencio del bosque. el ocre marcescente de sus copas contrasta con el sempiterno verdor de la pinada y la absoluta desnudez de rosales y otros arbustos. No existen senderos en la espesura. Todo está ocupado por majuelos, enebros, bojes, aliagas y agracejos. Cualquiera que pretenda atravesar la arboleda tendrá que sortear la muchedumbre arbustiva. Es este uno de los lugares favoritos de las pequeñas aves inseparables de la serena fragosidad, del silencio que habita casi todo. Palomas torcaces, arrendajos y cornejas vendrán de vez en cuando por aquí, pero volverán a marchar. No son incondicionales como los pájaros carpinteros o los pinzones, que dejan resonar sus repiqueteos y melodías en el repleto vacío de la enramada, cediendo el trino a carboneros y herrerillos.
En algún tronco puede apreciarse el movimiento del agateador, con su estilizado y curvo pico entre las grietas buscando larvas en las entrañas de la madera. Los quejigos se entremezclan con esbeltos ejemplares de pino negral, izándose briosos hacia el cielo despejado, otorgando un indudable esplendor al territorio. Aquí y allá resisten en pie, estoicos, troncos carentes de vida, casi descortezados, con docenas de pequeños agujeros practicados por los insectos comedores de madera, configurando un curioso mosaico con los excavados por los picapinos. Un amplio surtido de refugios para otros invertebrados en busca de acomodo para soportar los rigores de la noche. Un hongo yesquero pone la nota disonante al equilibrio vertical delineado por fustes rectilíneos. Junto a la seca hendidura, que antaño debió labrar un pequeño arroyo, se yergue ufano un portentoso ejemplar de pino negral que probablemente reservaron como generador de posibilidades.
Los árboles antiguos son algo más que una presencia impresionante y unos servicios del bosque para una humanidad que no siempre sabe reconocer. Son también la capacidad de los árboles para adaptarse a un entorno cambiante, ya que aportan propiedades evolutivas al bosque vitales para su supervivencia. Un bosque aprendiz de primario como el que ahora me recibe es un auténtico ganador de la lotería de la vida, algo tiene que enseñar a los demás a través de su carga genética. El problema es que el cambio climático va más deprisa que la transmisión de genes, por lo que cada vez será más difícil que los árboles sean tan longevos como estos.
El suelo permanece helado, y de la escasa agua de unos charcos solo quedan albos testimonios en forma de finos cristales de hielo. Alguna ladera levemente inclinada en la umbría puede apreciarse blanqueada por el artístico pincel de la escarcha. En los claros del bosque espera su oportunidad la hierba para elevarse entre la hojarasca. De momento, el suelo se ve salpicado por pequeños montículos de tierra, elevados por laboriosos topillos que quizá no asomen hasta llegado el crepúsculo. Entonces será el momento del zorro o el cárabo, que sabrán aprovechar con sigilo la menor agitación.
En esta fría mañana el sol se filtra hasta el suelo llano, esquivando toda suerte de barreras que inútilmente tratan de imponer los penachos de acículas. Solo los troncos componen su particular código de barras sobre la hojarasca, removida en algunas zonas por el indiferente paso de los jabalíes.