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Difícil de expresar

Literatura de naturaleza

 

Últimos días de invierno. La naturaleza ofrece bellezas y silencios, pero también creatividad. Aunque a menudo no resulta fácil expresar las sensaciones que experimenta el caminante a lo largo de una trocha solitaria. En estos casos, lo mejor es hacer callar la voz interior y dejar que hable el mundo viviente. A menudo recorremos un mismo camino varias veces y siempre encontramos novedades, sensaciones que antes no tuvimos, informaciones que no fuimos capaces de percibir o comprender. Aunque está llegando el final del invierno, es un alivio comprobar que bajo los últimos restos de nieve caída hace unos días, al otro lado de esa fina capa de hojarasca yaciente a la espera de nuevas oportunidades, la vida se abre paso, la pradera recupera su verdor. Las copas de los árboles permiten contemplar un cielo enorme, con leves franjas de nubes. Y esa fronda despliega sus encantos protegiendo al cortejo arbustivo y pequeños arbolillos, agregando textura y carácter al paisaje. El cerro de San Felipe observa la escena a sus pies, orgulloso de contar como vecino a este bosquete de acebos que expone sus argumentos para ser considerado una joya botánica de nuestros montes.

Busca el acebo las laderas y barrancas más umbrías de nuestros montes, huyendo como suele de espacios abiertos. No se deja ver demasiado y se muestra aún menos inclinado a formar grupos con otros congéneres, acebedas o acebales, que lo mismo da. Sin embargo, su presencia ha sido especialmente significativa entre los pobladores serranos a tenor de la cantidad de nombres toponímicos que ha ido dejando a lo largo de los años: Las Acebeas, El Acebal, Collado del Acebal, Morrón del Acebar, Peña del Acebo…

 

 

Mirlos y otras aves rastrean los frutos del acebo en invierno, y contribuyen así a su dispersión a través de los excrementos. Sin embargo, mantiene una relación especial con los herbívoros. A pesar de ser coriáceas, las hojas deben suponer una golosina para ellos. El árbol trata entonces de protegerse con unas duras espinas en el borde, más patentes en la parte inferior de la planta. Si observamos con atención, veremos que las hojas de la parte superior llegan a tener el margen liso, aunque no pierden su consistencia.

 

 

Hoy, como tantos otros días, huimos del vértigo de la ciudad, del convulso mundo de la civilización. Lo poco que dejamos atrás se diluye en el silencio casi absoluto de la naturaleza como un azucarillo en una taza de café. Tras pasear por esta pequeña acebeda vuelve a suceder. Nos asaltan dudas sobre cómo contar lo que vemos y sentimos en contacto con la naturaleza. Lo expresa Chateaubriand en su novela Atala: “Salen unos ruidos tales del fondo de los bosques […] que mi intento de describirlos a quienes nunca han recorrido estos campos primitivos de la naturaleza sería vano”. Hasta que somos realmente conscientes de que cada roca, cada planta, cada animal o cada regato es lo que es y se describe a sí mismo. Poco nos queda por añadir.

 

 

La serenidad del entorno se apodera de nosotros con mayor celeridad con que la vegetación se extiende en los caminos que transitamos. Una nube probablemente llena de nieve sobre las colinas muestra que una de las últimas tormentas invernales se acerca, rápidamente, desde el norte. La temperatura del aire ronda los cero grados. Está claro que el invierno se niega a marchar y prefiere seguir dibujando nubes en el aire con nuestro aliento. La luz se va haciendo poco a poco más mortecina. A punto de culminar el recorrido, con la llegada del viento boreal, la sensación de frío es intensa, entumeciendo mi frente donde el cabello ya no la protege. El silencio se extiende y cede la palabra a la enramada. Un liviano hexágono helado se posa en mi manga anunciando la llegada de muchos otros. Es hora de marchar en busca de la luz que aún resiste hacia el sur.