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Gratitud

Literatura de naturaleza

Suelen frecuentar páramos solitarios, casi desiertos. Miembros de una arcaica especie de altura, son un auténtico desafío a los elementos, a la escasez de agua, a los suelos pedregosos y empobrecidos, a los vientos más fríos y agresivos. Caminar entre sabinas tiene su cara y cruz. En medio de un terreno irregular, en ocasiones no apto para frágiles tobillos, el espacio se presenta prácticamente libre de arbustos. A veces, la distancia que separa unos pies de otros es tan grande que parecen buscar el aislamiento. El caminante puede compartir reflexiones y soledades con estos magníficos árboles. El contacto con uno de estos recios troncos le transmite sensaciones de proximidad, comprensión, gratitud. Sentimientos reservados, acaso erróneamente, a los humanos.

A unos metros del camino yace en el suelo el cuerpo derrotado de una sabina que no hace mucho se ganó —al menos lo mereció— el apelativo de monumental. Todos los seres vivos tenemos una época de apogeo y un insoslayable crepúsculo. Para la llegada del ocaso de esta sabina han contribuido el tiempo, que enarboló su implacable guadaña, y tal vez los elementos atmosféricos. La reputada longevidad de la sabina no le ha proporcionado salvoconducto para la eternidad. Paradójicamente, este árbol representó un símbolo de la eternidad para otras culturas. Ahí descansa, moribunda, expuestas las entrañas al despiadado ataque de hongos, insectos y bacterias. Su madera incorruptible está preparada para recibir el tiro de gracia. Lo que le quede de vida será tiempo prestado.

 

 

¿Llora el árbol su caída? Probablemente no. En los cientos de años de su existencia ha tenido ocasión de dispersar su descendencia por todo el páramo con la inestimable colaboración del viento. Seguramente muchas de las sabinas que extienden su sombra sobre el pedregoso suelo que rodea a esta sean vástagos suyos. Y, si es cierto que las plantas son sensibles al entorno y al paso del tiempo, la abatida sabina debía ser consciente de que este día había de llegar. Pero si no llora su derrota, sí lo hacemos quienes amamos la naturaleza. Nos acercamos a su cuerpo inerte y no escuchamos lamentos. La sabina oculta su duelo, la sombra que proyectaba ha quedado en la mínima expresión, los pájaros ya no habitan sus ramas, el paisaje queda desdibujado, cuenta con una vida menos. Eso es lo que lloramos, el vacío, la pérdida de un ser que antes compartía con nosotros su espacio. Pronto se desprenderá la sabina de sus diminutas hojuelas, mágicamente imbricadas como tejas de un tejado que ya no es, antaño siempre verdes, y quedará desnuda como si se hubiera deshecho de un abrigo al llegar el verano. A pesar de todo, buscamos con la mirada el consuelo de otras presencias, otras vidas, generadas algunas de ellas por la anciana moribunda.

 

 

A la naturaleza no le importa tanto la pérdida de un individuo como la conservación de una especie. La vida se desarrolla bajo duras condiciones. No existe el bien absoluto, la perfección. Plantas y animales se enfrentan cada día con fuerzas hostiles, visibles e invisibles, y salen adelante formando parte de fantásticos paisajes. A pesar de tanta hostilidad, como si nada ni nadie mostrara interés por su bienestar. Y nuestra especie, ¿de parte de quién está, del equilibrio o de la destrucción, de la vida o de la discordia, del bienestar de la naturaleza o del suyo propio?

No, no lloró la sabina su partida porque a buen seguro sabía que tarde o temprano habría de llegar. Tal pensamiento nos alivia. Tomamos una rama prestada por la sabina antes de que pierda su lozanía. Será para nosotros testimonio de una vida que nos dejó tantos dones, tanto futuro. Conservaremos este vestigio como homenaje de gratitud.