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Ingeniería natural

Literatura de naturaleza

 

La senda muere casi al borde del cantil rocoso. Es momento de hacer una parada e intentar apreciar la grandeza del paisaje que se abre a nuestra asombrada mirada, lo escasamente relevante que resulta nuestra presencia ante esta hercúlea cicatriz cincelada por el agua. Nos preguntamos quién ostenta mayor fortaleza, la roca o el agua, cómo ha podido labrar semejante herida a base de lamer la piedra, cómo ha logrado esculpir esas formas caprichosas, perfectamente imbricadas entre sí como si de los dedos de las manos se tratase. ¿Ha sido a base de caricias o de bocados? ¿Cuánto tiempo le ha llevado esta monumental obra de ingeniería? ¿Cuánto nos llevaría a nosotros lograr su destrucción?

La Serranía de Cuenca está cuajada de paisajes como este de la hoz del río Cuervo, nada más salvar el obstáculo del embalse de La Tosca. La contemplación de estas maravillas naturales tiene efectos secundarios: provoca adicción a la belleza, paraliza la actividad muscular, ralentiza la capacidad de reacción, hace perder la noción del tiempo. A poco que nos concentremos en tal recogimiento, podremos entender lo que debió sentir Stendhal. Hemos de aceptarlo resignadamente, pues tal contemplación nos sitúa en el marco al que debemos integrarnos, ayuda a comprender el sentido de lo vivo. Concluyamos, por tanto, que, si llegamos a experimentar los efectos descritos, indica que andamos en el buen camino de alcanzar la deseable sintonía con la naturaleza.

 

 

Abajo habla el río, de párvulas aguas. No es consciente de estar modelando el paisaje. Al menos, no presume de su fuerza, perseverancia y paciencia. Nos cuenta que no sabe de contaminantes químicos, que no entiende eso del turismo masificado, aunque algo vio al nacer. En estas profundas gargantas, habitadas por avellanos, serbales, sargas, duendes y soledades, el río marca los ritmos de la vida. Tal vez podríamos bajar desde La Tosca, por la senda de la antigua herrería, donde aún pueden verse escorias procedentes de la vetusta fundición. Hace tiempo lo hicimos, invadimos la intimidad de las oscuras entrañas del cañón, y fue como realizar un viaje a un mundo perdido digno de la pluma de Julio Verne. Las orillas del río nos hablaban de especies emblemáticas difíciles de encontrar en otros entornos, de aguas cristalinas y suelos sin basura. ¿Sería acaso por la escasez de visitas que recibía aquel lugar? De alguna forma nos estaba pidiendo que no volviéramos, que respetáramos su soledad.

No lo haremos ahora, pero sí nos acercaremos hasta el extremo de un saliente rocoso frente al Puntal del Soto Negro, donde existió un asentamiento celtíbero y la fantasía popular habla de un legendario castillo. De aquel antiguo poblamiento solo quedan restos de un lienzo de muralla. Recorriendo la asombrada mirada a nuestro alrededor, no podemos dejar de preguntarnos cómo vivió aquella gente, cómo acarreaban el agua, cómo funcionaban las partidas de caza y pesca… Desde luego, como atalaya defensiva no tiene precio este puntal asomado al vacío.

 

 

El rumor del infante río Cuervo escapa de las profundidades de la sinuosa hoz que forma tras haberse tomado un respiro en el embalse de La Tosca. Es este cañón una inmejorable caja de resonancia donde los sonidos viajan rebotando de pared a pared, donde sus animados habitantes responden a sus propios ecos, donde reverberan los pensamientos más recogidos. Tras el incansable trabajo del agua para modelar este paisaje, llega el viento a mezclar alientos y generar corrientes, que son las que han aprendido a navegar esos buitres que, ocasionalmente, dejan admirar su planeo desde arriba. La vegetación ocupa su lugar en el magnífico auditorio natural. Sargas, avellanos, serbales, mostajos, arces, cornicabras, zumaques… y arriba, en el palco de honor, los pinos negrales y silvestres, los señores del lugar. Diversidad de vidas, formas y colores.

De regreso, volvemos atrás la mirada una vez más. Tenemos la impresión de vivir una despedida, pero habremos de proponernos un regreso, quién sabe si desde la otra orilla, pues la belleza salvaje no establece distinciones. Los prismáticos nos descubren la insólita imagen de una cabra montés aferrada al inverosímil cortado de la Cola del Potro, un saliente más de los cincelados por el río, tan angosto que hace casi imposible el equilibrio. Vaya, una vez más nos dejamos llevar por nuestro antropocentrismo. La cabra, ajena a la presencia de extraños, pasta apaciblemente sobre la piedra. Mientras, decae la luz.