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Luz decadente
Se va acercando el fin para las hojas de algunos árboles. El invierno, aún por arribar a nuestros puertos, ya debería cubrirlo todo con su manto frío y gris. Como si fueran banderines para un final de fiesta, las frondas se fueron coloreando de amarillos y ocres antes de su caída a un suelo que las espera como maná de otoño. Y antes de hacerlo, se balancean al compás de la brisa, hasta que se dejan llevar por la fuerza del viento. Aún parece que están vivas en los días previos de su inminente salto al vacío. Hay momentos en los que el aire no parece tener claro hacia dónde ir, y entonces las hojas corren agitadas sin rumbo fijo. Pero no siempre esperan turbulentas bocanadas. Saben cuándo ha llegado su momento, cuándo han dejado de realizar su inapreciable y escasamente apreciado servicio al árbol y a la vida, cuándo deben desprenderse y caer sin que nada ni nadie se lo indique.
Y tras la lluvia de hojas, la helada, la soledad de la enramada, la desnudez, el silencio. Es tiempo nutricio para la tierra. Es también el momento para desaparecer en el fondo de la charca, tal vez bajo el barro frío. Durante varios meses los ojos saltones de ranas y sapos rompieron la horizontalidad del agua, mirando impasibles todo lo que se movía a su alrededor, ocultándose bajo las hierbas y algas flotantes ante cualquier gesto sin identificar. Ahora la charca recupera la tranquilidad, si es que aún conserva algo de agua, y se va asentando poco a poco en el merecido descanso otoñal. Las hojas de avellano flotan hasta hallar el lugar donde hundirse definitivamente, tiñendo de marrón el fondo, allí donde las ranas esperan el advenimiento de una nueva temporada, tal vez soñando con aquellos tiempos en que fueron párvulos renacuajos que, inquietos, se agitaban de arriba abajo, de acá para allá, como tal vez hará su descendencia.
El pequeño petirrojo aún reserva sus energías a finales de año. Sus trinos y cadencias tratan de superar al murmullo del tráfico y a los acompasados zureos de las torcaces, inmóviles en sus semidesnudos posaderos. Quizá el esfuerzo de su canto es innecesario, pues a estas alturas del año nada resulta tan melodioso como la balada del petirrojo. Un etólogo o un ornitólogo dirían que este pájaro se dedica estos días a reforzar los lazos de pareja y los derechos territoriales. Y lo hace desde el amanecer. Para un observador curioso, abrir la ventana o pasear por el parque y solazar los oídos con esta melodía alada supone una experiencia tan sencilla como placentera. Se trata de escuchar música y negar el acceso a otros ruidos. Ignoramos el sentido de estas frases armónicas y el orden de las notas musicales, que nacen de la nada e inundan el aire en pocos segundos. Breves interrupciones y nuevas cascadas febriles se suceden para borrar cualquier asomo de agitación en nuestra mente. Ahora pensamos que esto ha debido estar sucediendo durante milenios, mientras los sonidos de la naturaleza encerraban un significado para el hombre. Lástima que tengamos que hablar en pasado.
En la corona de los pinos negrales decora el muérdago la pinocha con diminutas perlas brillantes, esas que luego tratarán de paladear algunos pájaros del bosque empujados por la escasez de alimento. Sin saberlo, estas aves realizarán un eficaz servicio de jardinería plantando semillas de muérdago en otras ramas, aunque para ello deban restregar el trasero si quieren desprenderse de viscosos desechos. Las aglomeraciones de muérdago cuelgan de las ramas como desordenados adornos navideños, aportando una curiosa pincelada que no resulta indiferente al observador. Como tampoco pasa desapercibido ante la atenta mirada del cazador de trofeos, ese que ignora —o pasa por alto— la prohibición de coger muérdago de las ramas, restricción motivada por su toxicidad. En todo caso, ¿no podrían conformarse con el muérdago que hay en las ramas caídas o utilizar piñas como adorno? Lamentablemente, llegará la navidad y seguiremos viendo aderezos a base de muérdago, musgo, acebo, tejo y otras plantas que mejor estarían, bastante mejor, en su entorno salvaje.