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Blog

Memorias de agua

Literatura de naturaleza

 

En lo más profundo de la hoz las escarpadas laderas y elevadas paredes rocosas encajonan al río. Podemos sentir que al otro lado de esos muros de piedra nos esperan vastos páramos y un océano de bosques infinitos. El agua hace saltar reflejos de luz al romperse en las rocas. Una mariquita se pasea por una hoja de hierba luciendo orgullosa su encendida librea sobre fondo esmeralda. El suave rumor del agua nos envuelve como un armonioso manto de silencio. Nos encontramos todo lo lejos que podemos estar del mundo, en el corazón de una tierra salvaje. O casi.

El río se derrama mansamente bajo el puente de piedras descuadernadas, escuchando la algarabía emplumada en la chopera. Ciervos y gamos salen tímidamente de las sombras para pastar. Los vemos nerviosos, cerca del arroyo, temerosos tal vez de ser sorprendidos o de mostrar sus caras asustadas. Un zapatero se siente relajado deslizándose sobre la delicada piel de tambor del estanque. La tensión superficial lo mantiene unido al agua como un eficaz pegamento elástico. Y seguro que las puntas de sus endebles patas se conservan secas. Nos acercamos a la orilla y los zapateros se alejan con movimientos impulsivos, sin apenas romper la quietud del espejo de agua, sin quebrar el reflejo de la enramada. Es como si el zapatero quisiera caminar a modo de insecto palo acuático. En realidad, si se quedara inmóvil sobre el agua, podría pasar por un palo flotante y difícilmente llamaría nuestra atención.

 

 

Una mancha oscura nos hace desviar la mirada al otro lado de los reflejos de cielo y líneas desnudas. Es una chinche de agua tratando de ocultarse a la sombra de las lentejas de agua y las algas. Un peculiar insecto que nada con la espalda hacia abajo empleando sus largas patas traseras como remos. Es como si renegara de la luz. Nos preguntamos qué pasaría si pusiéramos luz en el fondo de la charca. ¿Nadaría entonces de forma natural, con el vientre hacia abajo? La chinche de agua sube y baja sabiendo medir los tiempos, hasta que finalmente desaparece en el fondo. En realidad, no está jugando al escondite. Simplemente, respira. Cuando alcanza la superficie atrapa una burbuja de aire y se la lleva, y cuando se le acaba el suministro debe regresar para renovarlo. Ahora está tardando mucho en subir. Temerá nuestra presencia, pero aguanta lo indecible.

En la otra orilla un grueso sauce llorón, tronco amputado casi de forma traumática, conserva orgulloso un puñado de ramas que casi acarician el suelo. Ha tenido mala suerte este sauce, quemada su corteza, golpeado, solitario. Pero se mantiene en pie, firme, desafiante. Cualquiera de las agresiones que ha sufrido podría haber sido el último golpe de gracia, pero este veterano decidió terminar sus días pausadamente. Nos gustaría estar más cerca de él y mostrarle nuestra admiración y respeto. Seguro que tal gesto sería bien recibido por él. El caso es que ahí está, realizando tal vez una de las últimas demostraciones de superación y vitalidad, por más que sus largas y flexibles ramas no sean capaces de elevar su mirada al cielo.

 

 

Ríos y arroyos, charcas y lagunas, marismas y océanos, pantanos y acuíferos, todos aportan un valor añadido a los paisajes. Son garantía de vida, conexión con el entorno que nos conecta a él y favorece que nos sintamos miembros perfectamente integrados en la comunidad de vida, tierra, aire y agua. El agua modela y enriquece el paisaje, esculpe y engrandece nuestra mente, disuelve amenazas, recarga energías, transporta reflexiones, apaga vigores insostenibles, diluye incompatibilidades con el entorno, teje relaciones vitales, multiplica encuentros.

La memoria viaja en el tiempo indisolublemente ligada al agua, limpia, transparente, escultora de rocas. La Serranía de Cuenca, que no es ni mejor ni peor que otros espacios naturales, está preñada de lugares que reservan un lugar destacado a estas memorias de agua.