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Obras maestras

Literatura de naturaleza

 

Los arbustos de arándanos, casi rastreros, se proponen como una visión casi alentadora en esta ascensión que parece interminable. El entorno boscoso, no obstante, invita a una breve parada. No viene mal un pequeño respiro. Ladera abajo, los árboles permiten una fugaz mirada a la vasta llanura tapizada de verde. Más allá, un inalcanzable horizonte ondulado. A nuestro alrededor, los helechos cobran protagonismo antes de perder su color a cambio de tonos bronceados y dorados. El tramo que hemos recorrido entre ellos ha mojado nuestras botas. El rocío nos estaba esperando.

Las charcas temporales de agua comienzan a destacar ahora. Las depresiones casi circulares retienen parte del agua formando gélidos espejos plateados en la pradera o en medio de la arboleda en los que se mira un cielo despejado. Parecen desnudas y sin vida, pero esta inactividad es una parte esencial de su ciclo de vida estacional. Algunas de las esporas y semillas que contienen requieren frío para desencadenar la germinación en la primavera. Estanques como estos, que podríamos calificar de ilusiones quiméricas, pueden ser cápsulas de tiempo botánico difíciles de valorar.

 

 

Perturbar su quietud y equilibrio podría suponer alterar o eliminar formas de vida que, en su mayoría, son inapreciables a nuestros inexpertos sentidos, pero desempeñan un indudable papel en el ecosistema. Especies valiosas por su rareza, como el llantén de agua (Alisma plantago-aquatica), que se instala cómodamente en aguas estancadas, especies que podrían terminar desapareciendo por nuestra falta de sensatez y escrúpulos, por nuestro exceso de necedad y ordinariez.

La noche ha sido gélida y, ayudada por la penumbra del bosque, ha reemplazado la delicada superficie del agua por una impenetrable lámina de hielo. Ardua misión espera a los primeros rayos del sol si pretenden allanar lo que ahora se muestra desapegado del entorno. Se diría que la charca apenas sabe a qué atenerse, si a los glaciales dictados de la noche o a las tibias caricias del mediodía. Quién sabe si bajo esa imperturbable mirada del agua helada se está incubando todo un mundo de nuevas plantas e invertebrados.

Descubrimos entre jaras desnudas y ramas caídas un terreno despejado sobre el que aún queda un tropel de plumas desordenadas que antes vistieron a una paloma torcaz. El caótico orden del desplumadero, perteneciente tal vez a un azor o un gavilán, muestra que el depredador no devoró su presa aquí, pues no hay restos de huesos. Lo más probable, por tanto, es que se la llevara a otro lugar, quizá la copa de algún pino, para dar cuenta de su pitanza. Tomamos una de las pocas plumas que permanecen enteras y recorremos el raquis con la yema de los dedos. Es admirable la delicadeza con que las barbillas se imbrican unas a otras para proteger el cuerpo del ave de las bajas temperaturas y del agua, para darle el sustento necesario en el aire. El naturalista británico Alfred Wallace, que supo ver a la vez que Darwin los secretos de la evolución de las especies, dijo que las plumas eran la obra maestra de la naturaleza. Razón no le faltaba, aunque tal vez debió decir “una de las obras maestras” de la naturaleza.

 

 

El mundo natural, mientras tanto, sigue adelante. El aire echa de menos el zumbido de los insectos y los cantos emplumados, como si aún fuera verano. Más obras maestras. Nos saludan montones de pinos y respetan nuestro descanso. Un par de cornejas nos miran escrutadoras desde lo alto de la enramada. Los arándanos, color violeta, casi negro, nos miran desde abajo y llaman para continuar el camino. Junto al arroyo aviva nuestra atención el color blanco de una rama. No es el blanco de la corteza, sino del hielo que la rodea, un hielo frágil, fibroso, que se desmorona rápidamente al tacto. Hielo piloso, magia de la naturaleza. Es bonito, pero no se presta a la comprensión. ¿Por qué solo está en una parte de la rama y no en toda? Al trasluz, los hilos de hielo parecen pelos que tiñen la sombra de azul frío. ¿Quién sino el viento peina esta melena gélida? Seguro que cuando el sol de la mañana alcance su apogeo habrá desaparecido ese témpano que peina al aire dejando libre la madera. La lección que aprendemos del hielo es que nada dura para siempre. El verdadero truco es cómo aprovecharlo al máximo. Así pasa con el tiempo.