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Pasos que no dejan huella

Literatura de naturaleza

La lámina de agua sirve de espejo donde las copas de los árboles se miran, presuntuosas, como gigantescos narcisos. Imágenes solo quebradas por leves hondas dibujadas por las hojas al caer. El brillo del cielo interrumpe las sombras del bosque, distrayendo al ojo del observador, penetrando en los misterios ocultos bajo el agua. La ribera y las laderas que se elevan a ambos lados del río parecen sedadas por la serenidad del entorno. Casi podría afirmarse que aquí vive el silencio absoluto, si no fuera por el leve borboteo del agua, el repiqueteo del picapinos, los trémulos trinos del carbonero o el osado canto del ruiseñor bastardo. Aguas abajo, dos sauces han sucumbido a los encantos del agua, como hechizados por inciertos cantos de sirena. Ambos árboles tienden sus troncos lamiendo la superficie del río, dejándose acariciar tiernamente. Sus ramas sirven de improvisado trampolín para el martín pescador.

Eso es, una gema de cobalto posada en una frágil rama sobre el río se distingue por encima de la ribera y el agua verdosa. Una daga por pico y un amplio babero naranja definen al martín pescador. El tronco del sauce, inclinado tal vez por el viento o la edad, se ha convertido en posadero y plataforma de lanzamiento para esta pequeña saeta alada. Al pájaro no parece importarle la creciente cantidad de plásticos que pausadamente van ocupando agua y orillas de un río con vocación de vertedero. Mueve la cabeza el martín pescador de un lado a otro, escrutando cualquier movimiento bajo la membrana de agua a la espera de algún incauto pececillo. Es necesario el uso de los prismáticos para observar las evoluciones de esta inquieta ave de cerúlea librea. En el momento más inesperado, el martín levanta el vuelo y se aleja en busca de otro oteadero.

 

Martín pescador (Fuente: seo.org)

 

Una pareja de ánades reales navega con estudiada indiferencia hasta recalar sobre una piedra condenada por las sombras de la orilla. Se acicalan brevemente y reanudan la singladura, en paralelo, a veces uno detrás de otro, hacia la desembocadura del arroyo, cortando el espejo del río como cuchillos emplumados.

El paseante puede detener sus pasos para recrear la mirada ante semejante panorámica especular, a poca distancia de la ciudad. Es fácil dejarse seducir por este bosque de ribera en busca de consuelo e inspiración. Cuando lo cotidiano es demasiado ruidoso y agitado, que es casi siempre, acudimos al encuentro del río y buscamos acomodo en su orilla. Podemos emplear el tiempo viendo pasar el agua, escuchando los rumores de la vida que sabe apreciar su cercanía. Es tal la serenidad que percibimos, que el simple hecho de penetrar en la intimidad del entorno provoca la sensación de estar forzando su voluntad. De paso, tal vez tengamos ocasión de preguntarnos y admirarnos por el poder cincelador del agua, capaz como ha sido de horadar la tierra hasta extremos inverosímiles. Si hubiera que poner un ejemplo de paciencia hasta el hartazgo, el río sería un magnífico exponente. La roca mira pasar el agua, lenta, calladamente, acaso recordando aquellas épocas en que venía dominada por otros ímpetus. Hace tanto tiempo que fue esculpida, que su dureza se demostró impotente ante la acción modeladora del agua… Seguro que su orgullo herido continúa siendo socavado, que su firmeza aún se ve doblegada por la discreta e inexorable fuerza de la tierra. Rindiéndose a la evidencia, la roca asume su debilidad y se deja abrazar por musgos y líquenes. La vida alrededor va y viene, y algo parece querer decirnos la piedra mostrando las huellas dejadas por el agua y el viento: nada perdura, todo es mudable. Son rastros que representan un lenguaje universal, el marcado por el paso del tiempo. ¿Estamos preparados para leer el libro escrito por la naturaleza? ¿Sabremos captar sus mensajes?

 

 

Los chopos y sauces se yerguen en las riberas como imperturbables guardianes de más de veinte metros sobre la hierba. Caminamos por el suelo esponjoso y húmedo temiendo haber dejado demasidas huellas a nuestro paso, lamentando que tal vez hayamos perturbado su equilibrio. Pero lo único que hemos hecho ha sido hurtar al entorno un poco de su belleza, que ahora llevamos bien guardada en la memoria.