Esta web utiliza cookies, puedes ver nuestra política de cookies, aquí Si continuas navegando estás aceptándola

Blog

Pequeños vecinos

Literatura de naturaleza

Mayo avanzado. Pleno apogeo de la floración. Se detecta movimiento en las afueras de la casa: una pareja de herrerillos ha tomado posesión de su nido en una de las casetas de madera. Ambos se van turnando en sus inquietos y fugaces viajes. Trato de situarme en un lugar discreto para observar sus vuelos y la pauta es casi siempre la misma: una primera parada en la valla, mirando de un lado a otro; segunda parada en el pequeño fresno que hay a pocos metros del nido; y un vuelo final hasta la caseta. Siempre cantando. Viene muy bien la palabra chirriante para definir el trino de los herrerillos, rápido y agudo: “¡ch, ch, ch, ch… chi, chi!”. Aunque no es tan variado como el del carbonero, es igualmente inconfundible. De vez en cuando me acerco con cautela para escuchar a los piantes polluelos, pero rápidamente me alejo para no interferir en el trabajo de los esforzados padres.

 

 

Herrerillo común (Cyanistes caeruleus)

 

Dicen los ornitólogos que los herrerillos son fieles a su pareja, que conservan durante toda la vida. Quiero pensar que estos dos son los mismos que anidaron aquí el año pasado, que por alguna razón se encontraron a gusto y han vuelto, que no han necesitado hacer el nido porque ya lo tenían hecho. Pasado un tiempo dejé de escuchar sus trinos, de observar frenéticos revoloteos alrededor del nido. Y la curiosidad pudo más, así que decidí abrir la caseta para ver su contenido. La decepción se apoderó de mí aquella tarde al descubrir que había dos polluelos muertos, ya emplumados, sobre un mullido colchón de paja seca, musgo y plumón. El vecino sostenía que pudo haber sido la urraca que andaba merodeando por aquí, pero no lo creo porque el agujero de entrada es demasiado pequeño para que la picaza pueda meter la cabeza. Y si lo hubiese logrado, no habría dejado ahí esos menudos y suculentos bocados. Lo más probable es que el triste hallazgo haya sido el precio que la pareja de herrerillos debió pagar por sacar adelante al resto de su pollada, tal vez otros cuatro a seis vástagos.

He limpiado la caseta y la he colgado otra vez en su sitio. El nido queda intacto. Quiero pensar que, a pesar de todo, volverán el año que viene.

Ahora están ocupando el mismo espacio los colirrojos. Creo que viven en el nido que hicieron el año pasado bajo el alero del tejado. El otro día sorprendí a uno, que no parecía mayor que un polluelo, posado en la reja de la ventana. No me vio porque yo fisgoneaba al otro lado de la ventana. De vez en cuando me asomo tratando de desvelar sus movimientos, pero quizá no lo hago con la suficiente prudencia, porque siempre me detectan antes ellos a mí. En cambio, basta con permanecer al otro lado de la esquina para escuchar sus trinos, reclamos divididos en cortas señales, fugaces golpeteos, nada de silbos melódicos. Se diría que están enviando mensajes en clave Morse, encaramados en una valla, un tejado, un muro.

 

Colirrojo tizón (Phoenicurus ochruros)

 

El sol matutino es intermitente, como si, junto a las nubes viajeras, se hubiera puesto de acuerdo con los colirrojos para transmitir luces y sombras. Masas grises y algodonosas van arrojando cortinas de agua sobre las colinas que se deslucen hacia el sur. Mis pequeños vecinos apenas se inquietan por aquellos lejanos chubascos. Incluso el lagarto aprovecha los breves momentos de calidez en que se abren las nubes para salir de su agujero y tomar el sol. Gorriones y urracas se turnan para tomar al asalto las paredes hundidas de un antiguo pajar que callosas manos levantaron hace decenios en la ladera. Un saúco, abusando de su fuerza y tamaño, invade ahora un efímero espacio que antaño estaba reservado para mies, productos de la huerta y herramientas. Es posible que en aquel tiempo se escucharan otras melodías, quizá más intensas, menos alteradas por ruidos de tráfico, apenas conformado por caballerías y ejes de carretas. Tal vez el cercano riachuelo hablara con voz afinada, y llegara más diáfana a oídos de la gente. Tal vez el silbido del viento en la chopera haya cambiado poco desde entonces, y el repiqueteo de los pájaros carpinteros repita los mismos compases. Quién sabe si mis pequeños vecinos son descendientes de los que poblaron estos parajes en épocas pretéritas. Puedo imaginarlo cuando concentro la mirada en el roquedo, aquel tejado o esas piedras vencidas por el tiempo.