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Blog

Sonata de invierno

Literatura de naturaleza

 

El otoño, experto y cansado, cedió el paso al párvulo e indeciso invierno. Comenzó un tiempo en que se perciben mejor los sonidos y los silencios. Unos y otros se transmiten plácidamente a través del aire, atestado de serenidades y susurros. La naturaleza tomará un descanso, aunque ocasionalmente parezca despertar en forma de ventisca. Sobre el albo lienzo de nieve, casi virgen, quedan impresas unas huellas de incierto rumbo. Tras las pisadas, una línea ondulante ha barrido los copos superficiales. Tal vez un zorro ha trazado esa escritura en su camino de exploración. Puedo imaginarlo orientando sus orejas y su mirada hacia algún impreciso punto bajo la nieve, pues quizá haya detectado el fugaz movimiento de un pequeño roedor confiado en que nadie sabrá por dónde anda. Pero el zorro no pierde detalle de su posible presa, hasta que decide apoyarse sobre sus patas traseras flexionadas y dar un salto en picado, clavando el morro en los más de treinta centímetros de nieve. Puedo imaginar al cazador alejándose hacia el bosque con su recompensa entre las fauces.

 

 

Las leyes de la naturaleza son inexorables. Probablemente el infortunado ratón estaría recorriendo sus estrechos túneles bajo la nieve, auténticas vías de comunicación, para llegar hasta algún almacén de bellotas, al abrigo de una oquedad rocosa. O tal vez esta despensa estuviera instalada en un tronco hueco de roble, allí donde el agua y el hielo no echan a perder tan suculenta pitanza. Me pregunto cuántos viajes de otoño le habrá costado reunir semejante tesoro nutritivo, cuánto tiempo habrá tenido que emplear hasta lograr su valiosa reserva.

La naturaleza no es tan inerte y gélida como parece. La vida bulle en el corazón del silencio y la quietud. El rastro del zorro no es la única escritura que puede leerse. Una liebre ha impreso su única escritura que puede leerse. Una liebre ha impreso su “Y” invertida en el claro del monte, irregularmente ondulado por innumerables piedras y arbustos distribuidos por la ladera. Seguramente anda buscando un rincón libre de nieve, bajo un exiguo matorral, donde obrar una precaria excavación en el suelo que le sirva de cama para poder agazaparse. ¿De qué se nutre durante la invernada? Ya que los recursos vegetales andan limitados, tal vez deba conformarse con roer la corteza de un árbol o su raíz, aunque resulta curiosa su tendencia a la coprofagia, el consumo de una especie de excrementos esféricos que toma directamente del ano antes de caer al suelo. Sin embargo, donde esté un buen manojo de paja o alfalfa…

Las estridentes protestas del arrendajo no intimidan a la liebre.

La ardilla se deja ver poco en invierno, pero ocasionalmente despliega sus dotes aventureras. Como los pinos y quejigos ya dieron de sí todo lo que podían, este inquieto y grácil animal debe recurrir a sus despensas, que también las tiene, bien enterradas, bien ocultas en la grieta de algún viejo tronco. Es admirable su prodigiosa memoria para recordar los lugares que utilizó en su día como almacén de viandas. Le encanta encaramarse a una piedra o un tocón para roer poco a poco su comida, la cola sobre la espalda a modo de cálido abrigo. Luego, tras echar un vistazo a su alrededor, se aleja tronco arriba dejando las cáscaras o las escamas de la piña en el suelo.

 

 

A veces estas pistas son el único testimonio que queda de las andanzas de estos y otros habitantes del bosque. Leves rumores flotan en el aire y se revelan interpretando su sonata de invierno a través de las ramas desnudas de majuelos y saúcos, o bien pulsando las delicadas cuerdas de las acículas como si de arpas se tratara. Los rayos del sol se filtran entre las nubes para descolgar la escarcha, gotas que tamborilean rítmicamente sobre la capa de nieve saludando al reciente cambio de estación. Se hace difícil mantener fija la mirada sin parpadear o sin que el paisaje se torne borroso a causa de las lágrimas arrancadas por el frío. ¿Será responsable el viento o la placidez del momento?