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Blog

Tierra de contrastes

Literatura de naturaleza

 

Se mantuvo en equilibrio durante unos pocos segundos, en un gran aleteo sobre un prado que debía estar lleno de roedores. Esto es algo que difícilmente advertimos en nuestros paseos, pero muy sencillo para él. Entonces comenzó a descender poco a poco del cielo. Cernerse, bajar, cernerse, bajar, hasta que se estabilizó en el último peldaño invisible, unos veinte metros por encima del suelo. El tembloroso batir de sus alas hizo fijar mi atención en la delicada silueta del cernícalo recortada sobre el intenso azul del cielo. Esperaba impaciente el momento en que decidiera lanzarse sobre su presa, inconsciente de lo que se le podía venir encima.

Resulta raro verlo en el suelo, no tanto cuando se encuentra perchado en algún cable del tendido eléctrico junto a la carretera. Pero es más fácil distinguirlo en vuelo por su capacidad para quedarse quieto en el aire. Ocasionalmente podemos desvelar su posadero en una repisa rocosa, tal vez revelado por las manchas blancas que dejan sus deyecciones. Pero para eso hace falta ser un avezado observador. La parte del campo en la que me encuentro está a las afueras del pinar, cuyas torres arbóreas forman una sólida pared desde la que observar con claridad el vuelo de la rapaz. Aquí los animados habitantes se mueven, saltan, gatean, reptan, cantan, revolotean.

 

Cernícalo vulgar (Falco tinnunculus)

 

Lo que el cernícalo es capaz de distinguir entre las hierbas resecas del claro va más allá de nuestras capacidades humanas. Nosotros podemos ver cómo escapa un saltamontes alertado por unos pasos de gigante, o cómo pasea distraídamente un brillante escarabajo, o cómo toma el sol una relajada lagartija. Y podemos hacerlo a pocos centímetros del suelo, pero el cernícalo detecta a sus presas desde su invisible atalaya aérea. Cuando ha decidido el momento oportuno, se lanza en picado contra el suelo y, tras unos breves instantes, vuelve a levantar el vuelo con la presa entre las garras. Se dirige a su torre vigía, quizá para estudiar su próximo movimiento.

Entre las indolentes ramas de un chopo vencido por el calor y que eleva su estilizada figura sobre el cercano reguero se adivinan las ramillas trenzadas en la horcada de tres ramas, formando lo que parece un nido de urraca, con su tejadillo encima. Curiosa estrategia para combatir las inclemencias del tiempo y las inoportunas visitas. Merodean las picazas sin perder detalle del vuelo, picado y ascenso del cernícalo, como si pensaran obtener algún provecho de la caza. Como el intento es infructuoso, traducen su decepción en sonoros graznidos y deciden probar en otros pagos.

 

 

Tomamos nota de estas observaciones desde el límite del pinar, cuyas rodenas huestes sudan ahora resina a viscosos y pegajosos borbotones. Me adentro en la arboleda, donde numerosas piñas yacen entre jaras y cantuesos. Algunos piñones huyeron de las leñosas escamas y quedan dispersos sobre una áspera cama de acículas. Por más vueltas que le demos, hemos de rendirnos a la evidencia: podemos sostenerlas en la mano sin dejar de asombrarnos por el hecho de que cada una de estas menudas, quietas y aparentemente inertes semillas acorazadas sea capaz de convertirse en un gigante de recio fuste y amplia copa. Un singular símbolo del futuro que tal vez deleite a generaciones venideras. Me gusta pensar que estas y otras tantas semillas que salpican los suelos anhelan instalarse aquí y allá para hacerse mayores. Las dejo caer por si tal eventualidad llega a producirse, y continúo observando la arboleda.

 

 

Es la tierra de la jara pringosa y la arenisca, de la morrionera y el serbal de cazadores, del melojo y el mostajo, de helechos y arándanos buscando la sombra. En primavera se deja acariciar por la voz del zorzal, el carbonero y el cuco. El agua susurra al viento y este a la pinocha. Es tierra de arena suelta que se sonroja cuando se mira en la caliza, y más aún cuando se arropa en la hojarasca otoñal. Tierra de contrastes que en algún tiempo fue hogar de osos, lobos y hayas. Tierra de conglomerados, tan rojiza como la corteza de un pino rodeno recién sangrado. Montes de abruptas laderas cubiertas de verde pinar y onduladas llanuras tapizadas de pradera. Y en medio de esta resinosa muchedumbre tratan de abrirse paso algunos grupos de robles albares que ponen una nota discordante.

Resultan llamativas las llagas abiertas en el tronco de muchos de estos pinos, sonrosadas, provocadoras en medio de la negritud de la rugosa corteza de los pinos. Muchas de ellas fueron practicadas hace decenios, y no solo no llegaron a cerrarse, sino que se han reabierto en un intento de recuperar una añeja tradición resinera. Cierta experiencia tenemos algunas sociedades sobre heridas mal cerradas. Las de otros vetustos árboles, sin embargo, hace tiempo supieron suturarse, quizá para siempre.