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Un bálsamo para la mente
Al borde de la cresta rocosa, sentado sobre un saliente calizo, paseo la mirada por encima del inmenso océano verde, cuya densidad apenas puede ocultar leves curvaturas del terreno. Si las cigarras emitieran su incansable canción estival con algún extraño órgano faríngeo, ya se habrían desgañitado. Abajo, en la reseca ladera, emerge de las sombras una cierva, hocico casi pegado a un suelo cubierto de acículas y carlinas, levantando la cabeza desconfiada, vigilante, de forma intermitente. Ni su fino oído ni su agudo olfato han descubierto aún que una veintena de metros por encima hay alguien que la observa con atención. Vellones grises y blanquecinos se deshilachan sobre un horizonte ligeramente ondulado. Bajo el paciente soplete del sol, las montañas sueldan sus pálidos grises y malvas en la distancia. Apenas me es posible componer una sencilla prosa de admiración ante tanta belleza e infinitud.
A lo largo del camino trato de concentrar el interés de mis sentidos en las impresiones que pueda percibir: el aire impregnado de aromas de resina, el revoloteo y los silbos del arrendajo a cien metros de la trocha, el crujir de mis pasos al profanar las hierbas resecas, el alegre borboteo del agua al saltar sobre las piedras del arroyo. Una verdadera comunidad de sensaciones que construyen una notable confluencia de tierra, aire y agua a mi alrededor, entornos donde a buen seguro coexiste una singular diversidad de criaturas que ahora me deben estar contemplando. Cualquier paisaje —el fondo de un valle, el recodo de un río, la ladera de una colina, las entrañas de un bosque— constituye un buen escenario para que el gran espectáculo de la naturaleza venga a satisfacer la curiosidad de un observador movido por múltiples incertezas.
Mantener un diálogo con el paisaje es algo comparable a pintar el aire, caminar las nubes, abrazar la luz, escuchar la belleza, contemplar ausencias, navegar el vacío, formar parte de la muchedumbre del silencio, dejarse acompañar por la soledad, anhelar la unión con lo utópico, atrapar con las manos una aurora boreal, dejarse deslumbrar por la oscuridad de la noche. Es imposible dialogar con la naturaleza sin respeto, sin sensibilidad, sin dejarse conquistar por sus múltiples sugerencias, sin rendirse a las sacudidas emocionales de su hermosura y vastedad, sin ceder a sus provocaciones de admiración y ternura. Una experiencia hipnotizadora, esa de pasear lentamente sobre un territorio con los sentidos preparados para percibir su capacidad de envolverte, tratando de desvelar todo lo que en él pueda ocultarse. La mirada se detiene de pronto sobre un pequeño insecto de brillos iridiscentes que parece hacer lo mismo a lomos de una flor.
El oído se muestra despierto, atento a cualquier rumor que viaja mezclado en la tibia brisa que pone rumbo desde la arboleda. Tratando de dar un sigiloso rodeo, me acerco a la espesura por ver si descubro el origen de tal sonido. Y ahí lo veo, agarrado en en incierta posición a la corteza de un árbol, con la cabeza hacia el suelo, mirando curioso a un lado y otro. La quietud del instante y la imprescindible atención permiten captar cualquier movimiento, el menor roce, de modo que se favorecen los encuentros. Poco a poco el lugar se va desprendiendo de su carácter ignoto. Mi inquieto acompañante es un trepador azul.
A veces ocurre que el paisaje no resulta plenamente accesible. Un mismo lugar se ofrece de formas diversas en diferentes momentos del año. Cambian sus colores, sus aromas, sus murmullos, y eso genera en nosotros más dudas. Nuevas incertidumbres conducen a nuevas búsquedas, y cada una de ellas provoca nuevos conocimientos. En todo momento, sin embargo, hemos de ser conscientes de que buena parte de los secretos de la naturaleza se escaparán a nuestro paso, tal vez porque no hemos agudizado plenamente los sentidos. El paisaje no sale de su anonimato; habrá que seguir intentándolo. Quizá se trate de un misterio o una suma de misterios, pero, en todo caso, eso facilitará nuestro acercamiento al paisaje, a las vidas que lo habitan. El uso feraz de los sentidos hace que el ser no queda encorsetado por los límites de la piel, sino que se prolongue en busca del horizonte, la única frontera. Se inocula en la mente el deseo de no alterar nada el espacio comprendido en ese inalcanzable confín. La contemplación del paisaje es un bálsamo irreemplazable para la mente.