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Agostados
El pequeño río Huécar no habla, no corre. El pequeño río ya no es, salvo por lo que le llega de prestado. Todo sea por una buena causa: ahora cuenta con escasos o nulos aportes y desde su paso por Palomera viene regando las huertas de la hoz, dando vida, su vida, a frutas y hortalizas que enriquecen nuestra mesa y nos dan salud. Pero el cauce ha quedado en silencio, un silencio sobrecogedor que acoge y encoge a un tiempo.
El pensamiento se refugia, una vez más, en la enorme necesidad de agua que tenemos todos, animales y plantas. Y más aún ahora, tras el paso de la dura agostada, en un tiempo en que, como cada año, nos ha cercado el fuego que tanta vida se lleva por delante y tanta desolación nos deja a su paso. ¿Imprudencia, negligencia o necedad? ¿Quién sabe? Quizá una mezcla explosiva de todo. Tras el fuego y su desolación, más silencio. Y la tierra que se nos va arrastrada por una inoportuna y violenta tormenta o empujada por el cálido viento del estío.
Se pide con insistencia un endurecimiento de las penas contra los amantes del fuego en el monte, cuando ya son suficientemente severas. Lo que hace falta es ser rigurosos en su aplicación. Si a uno de los que provocaron el incendio de Guadalajara en 2005 le han caído 3 años, ¿qué podemos esperar de las sentencias que apliquen a los incendiarios de este año, en el supuesto de que los cojan? Si a estos descerebrados causantes de semejantes crímenes ecológico-ambientales les tocasen el bolsillo, otro gallo nos cantaría. Podríamos hablar también de aplicar las tecnologías a la prevención y detección precoz de incendios, o de plantar lo que llaman barreras verdes en nuestros bosques, es decir, especies más resistentes al fuego que se intercalan con el matorral y el pinar, logrando de esta manera un bosque más heterogéneo. Pero, vaya, por un momento olvidé que en tiempos de crisis estas cosas no interesan a una clase política más preocupada por su cuenta de resultados. Aunque me pregunto si alguna vez ha interesado el asunto a alguien. Sería bueno que la repoblación y la conservación de la salud de nuestros bosques fueran consideradas como uno de los negocios más florecientes y benéficos de este país.
Tenemos el monte que tenemos, y a eso no hay que darle más vueltas. Por muchas soluciones que propongamos, lo único que puede hacerse frente a la ancestral lucha de los cuatro elementos —tierra, aire, agua y fuego—, lo único en lo que nuestra existencia puede encontrar remedio está en afianzar los lazos con lo que nos rodea. Al fin y al cabo, nuestro cerebro quiere parecerse a la copa de un árbol que contiene tres cuartas partes de agua. Pero hace falta darle algo más de contenido, hace falta llenarlo de vida para que realmente nos sintamos inmersos en la vida. Y hace falta desterrar de él esas actitudes que convierten al monte en algo parecido a un basurero. De lo contrario, ese cerebro se verá tan agostado como el pequeño río que ahora parece preguntarnos “¿qué estáis haciendo?”.