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Blog

Cuestión de cultura

Relación con la Naturaleza

En cierta ocasión tuve la oportunidad de participar en un paseo donde un especialista nos iba desvelando la multitud de secretos botánicos que aún encierra la Serranía de Cuenca para la mayoría de nosotros. Tras el paseo se organizó una exposición con muestras recogidas, entre las que me llamó la atención una cuya presencia me resultó extraña en el Parque Natural. Cuando pregunté por ella, el guía dijo haberla recogido en otro lugar, pero no dijo dónde. Es posible que mi percepción fuera errónea, pero me pareció que no deseaba desvelar esa información; si fue así, creo que tal actitud desdibujó bastante el objetivo educador y divulgador de la actividad. Lo mismo sucede cuando creemos haber descubierto la octava maravilla natural y no revelamos los detalles que servirían a otros para disfrutar de tal prodigio.

Puede argumentarse ante esto que “la Naturaleza es de todos”, pero creo que no sería del todo correcto. Ya lo dijo el olvidado jefe indio Seattle: “La tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra”. Por tanto, pienso que sería más adecuado decir que “la Naturaleza es responsabilidad de todos”. Es cuestión de asumir compromisos educadores, culturales y de respeto por lo que nos rodea. Pero para ello es necesario creer en la importancia de la educación y el cuidado del entorno.

Como todo el mundo sabe, viajar es una forma de conocer otras culturas, otras gentes, otras formas de ver las cosas y, de paso, conocernos a nosotros mismos. Algunas veces comprobaremos que no estamos tan mal como se dice, y otras aprenderemos a observar lo que nos afecta desde puntos de vista diametralmente opuestos. Este pasado verano tuve ocasión de vivirlo en un fantástico viaje a Canadá, al abrigo de las Montañas Rocosas. Permítaseme contar algunas vivencias y que cada cual extraiga las conclusiones que considere.

Iniciamos viaje a uno de los inmensos parques nacionales (Banff, 6.641 km2, casi como la provincia de Segovia y el doble de la superficie ocupada por todos nuestros parques nacionales) y lo hacemos por una amplia carretera (highway) que para nosotros sería una autovía. Las señales verticales casi brillan por su ausencia, pero nadie osa superar la velocidad de 90-100 km/h. Encontramos pasos elevados para la fauna silvestre, pasos perfectamente mimetizados con el entorno. A la entrada del Parque pagamos un canon según los días que vamos a estar en este espacio protegido. En las carreteras secundarias es frecuente ver coches parados, uno detrás de otro. Aquí pensaríamos que ha habido un accidente o están de obras. Allí se trata de observar tranquilamente las evoluciones de algún animal, un oso, un lobo, un coyote, un wapiti, un alce… La gente habla en voz baja y se mueve sin aspavientos para no molestar.

Suele decirse allí que los osos gustan de lugares con espesa vegetación, lugares que no forman parte de nuestro jardín privado, por lo que se recomienda a la gente no ir más allá de los límites de la carretera, pues los animales pueden reaccionar violentamente si se ven sorprendidos. Así, la gente se educa en la certeza de que deben dejar esos “jardines” para los osos.

Los caminos están cerrados al tráfico rodado y las carreteras salpicadas de miradores con sus correspondientes letreros interpretativos. Cada cierto tiempo topamos con algún lugar de especial interés —una cascada, un cañón, un lago, un glaciar, una panorámica casi eterna—, dotado con su correspondiente aparcamiento y aseos. Y no es raro que haya una mesa plegable que un guarda forestal ha montado para ilustrar a los visitantes sobre huellas, excrementos, cráneos o cornamentas.

En el camino que recorremos para llegar a tal o cual lugar no encontramos un solo papel ni una colilla. Los caminantes se desplazan sin hacer ruido, de modo que varias especies de ardillas y aves se acercan al camino sin temor alguno. La sucesión de paneles explicativos es interminable.

De vuelta a la ciudad, entramos por una amplia avenida donde la velocidad está limitada a 50 km/h, y se respeta, claro, como se respetan los pasos de peatones y los semáforos. Las calles están limpias, no se ven tampoco aquí papeles, salivazos, chicles pegados, meadas, excrementos o vomitonas. Uno mira a su alrededor buscando algún empleado del servicio de limpieza, pero sin éxito. Muchos bares y restaurantes tienen el suelo cubierto con moqueta. Y finalmente podemos leer un mensaje escrito en la parte trasera de un autobús urbano: “Sé alguien que cree en nuestros estudiantes”.

¿Quiere todo esto decir que estamos hablando del país de Jauja? No, porque, como en todo lugar, también hay “animalitos” que se empeñan en salirse del camino. Pero, en todo caso, se trata de un camino digno de imitación, especialmente allí donde ponemos al zorro al cuidado de las gallinas. Véase, si no, la trayectoria del futuro comisario europeo de Energía y Cambio Climático.

Lo dicho, cuestión de cultura, cosas que solo se logran entre todos porque realmente importan.