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De espaldas al campo

Relación con la Naturaleza

 

Podrá parecer paradójico, pero es probable que una de las mejores muestras que podemos dar sobre nuestro nivel de civilización sea convivir en armonía con la naturaleza. El hombre supo hacerlo hasta que se hizo agricultor y ganadero, se inventó el sentido de la propiedad y se generaron las primeras guerras. La vida en el campo no era nada fácil y desde entonces crecieron las ciudades. Cabría decir que nacieron del miedo. Todavía está sucediendo y se espera más movimiento desde el campo a la ciudad. Nos hemos habituado a vivir en la ciudad. Quizá se podría pensar que esta es la parte fácil, no tiene mérito. Pero la cuestión clave es saber si conocemos en qué términos convivir con la naturaleza, pues, en caso afirmativo, estaríamos dando un paso adelante como especie.

Un detenido paseo por las calles de un pueblo cualquiera —cuanto más pequeño, mejor, aunque esté abandonado o en trance de serlo— nos ofrece numerosas muestras de cómo era la vida en el campo. Y no es preciso remontarse a la Edad Media para comprobarlo. Sabemos que en esta época el aspecto de una casa rural, ya se trate de una alquería aislada o de viviendas agrupadas, depende evidentemente del poder adquisitivo de su ocupante. Pero en medio de la gran variedad de casas rurales de la Edad Media hay un tipo característico que acoge bajo el mismo techo y en los dos extremos opuestos de la construcción a las personas y a unas cuantas cabezas de ganado. Se trata de la casa larga o casa mixta. Ampliamente difundida a lo largo de Europa occidental, habría de desaparecer más tarde a causa de la repugnancia cada vez más extendida ante el hecho de vivir en permanente contacto con los animales (ruidos, moscas, olores, parásitos, roedores, etc.) (1).

 

Casa campesina en la Edad Media

 

En la ciudad, muchas casas tenían un espacio trasero destinado a jardín o huerto, aunque todo esto no llegó a configurar una imagen idílica de la ciudad. La falta de patios en las casas hacía que estas fueran oscuras y mal ventiladas. Sin embargo, a finales de la Edad Media había diversos elementos que venían a reforzar el confort de las casas urbanas. Ante todo, la presencia de un pozo individual, lo que evitaba que las mujeres de la casa tuvieran que ir a la fuente, al río o a la alberca, lo cual no dejaba de constituir una distracción, pero también una pesada carga. Con un pozo en casa tampoco era necesario recurrir al servicio de los aguadores. El espacio rural es propicio para la sociabilidad, la convivencia social, las relaciones con el vecindario cercano, incluso a partir del siglo XVI. Las labores del campo se realizan muchas veces en común y son frecuentes los encuentros en los caminos, así como la asistencia y la ayuda mutua. Estos encuentros son facilitados en parte por la escasez de espacio en el interior de las casas y la ausencia de comodidades, las cuales obligan a salir del hogar para buscar agua, combustible y luz; ciertos lugares, eminentemente femeninos, como el lavadero, la fuente, el horno o el molino, se convierten en centros de reunión. La casa campesina no es únicamente un edificio en donde reside un grupo familiar. Por lo general, cobija también los animales que pertenecen a dicho grupo, las reservas alimentarias, las cosechas y los instrumentos de trabajo.

 

Le Nain. El carro. 1641. Museo del Louvre.

 

En el siglo XVII las casas del entorno rural eran malas construcciones de entramado leñoso con los muros de barro seco mezclado con paja o brezo y cubiertas con una techumbre de paja de centeno o de cañas u otros vegetales que crecen en el terruño. Son construcciones precarias, reducidas, mal iluminadas por pequeños vanos, con los techos bajos y que quedan destruidas en pocas horas por el fuego. Tal situación se prolongaría a lo largo del siglo XVIII, en que las casas no tenían fosa séptica, ni canalones para el agua de lluvia ni conducciones interiores para las aguas sucias. Las basuras no se colocaban en puntos determinados, sino que se arrojaban a la vía pública. Por las calles deambulaban cerdos y otros animales, y no tenían aceras. Esta imagen no era exclusiva de los pueblos, pues se daba igualmente en algunas ciudades.

A medida que avanzaba el siglo XVIII las ciudades se iban haciendo cada vez más saludables: las calles fueron ensanchadas y pavimentadas, se cubrieron los desagües, se mejoró el abastecimiento de agua, se construyeron casas de ladrillo que sustituyeron a las de madera y barro, llenas de parásitos, y se les puso tejados de pizarra en lugar de paja. Hasta el aumento de las fábricas fue beneficioso, ya que muchos procesos de fabricación perjudiciales para la salud dejaron de realizarse en casa, aunque no consiguió evitar el hacinamiento y la falta de higiene en los ambientes laborales. El paisaje rural europeo, sin embargo, sigue siendo en el siglo XIX esencialmente el mismo que el forjado ocho siglos antes, aunque algunos signos externos dan muestra del ligero cambio que comienza a producirse: las condiciones de vida que proporciona la casa campesina mejoran con el uso de lámparas de petróleo, cocinas de fundición y techos de teja o pizarra; los medios de comunicación y transporte amplían los espacios; la escuela se instala en las aldeas…

 

Casa de campesinos en el siglo XIX. Museo del pueblo de Asturias, Gijón

 

La familia y la tierra se confunden: la familia es una empresa y la casa un espacio de trabajo. No separar domicilio y lugar de trabajo llega a convertirse en un ideal, y esto hubo de tenerse en cuenta por la industrialización, de modo que las fábricas debieron instalarse en muchos casos lo más cerca posible de las aldeas y pueblos. Durante este siglo se comienza a poner en práctica una costumbre que se intensificará en la siguiente centuria; se trata de diseñar y construir barrios residenciales en el campo donde la burguesía pudiera encontrar casas y jardines elegantes, alejados de la suciedad, el bullicio y los vecinos desagradables de la ciudad. Aquí, lo más parecido que había a la vida en el campo fueron las casas adosadas, cuya aparición fue determinante para impulsar la construcción de jardines, donde los árboles y setos no solo aseguraban la intimidad, sino que proporcionaban un marco perfecto para la vida familiar. Ocuparse de las plantas tras las duras exigencias de un día en la ciudad constituía uno de los momentos más anhelados.

Y ya en el siglo XX el movimiento migratorio del campo a la ciudad señalaba la tendencia a la industrialización e hizo que gran parte de la población se convirtiera en “ciudadana”. Es un proceso importante conocido como ruralización de la ciudad. Sus habitantes se hacen anónimos, ya no se conocen unos a otros. El trabajo, el ocio, el estar en casa, en familia, se convierten en actividades absolutamente separadas. El hogar y la familia constituyen un refugio capaz de aislar al individuo de todo lo que le rodea.

Este breve viaje a través de la Historia nos ha permitido comprobar que algunas cosas han cambiado, pero otras muchas han permanecido inalterables. Aquellas gentes del medievo fundaron sus familias y tuvieron la sensación de que la vida, por duras que fueran las condiciones, era agradable. Las generaciones posteriores fueron mirando poco a poco a la ciudad, dando la espalda a la vida en el campo, olvidando sus inconvenientes y sus beneficios, aspirando a las nuevas comodidades, perdiendo todo contacto con la naturaleza.

 

(1) Rodríguez Laguía, J. (2019). El hombre y su entorno. Memoria de una relación. Edición propia, Cuenca.