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Equilibrio truncado
Cuentan que en tiempos del Imperio Romano los campesinos de Baleares se vieron obligados a pedir ayuda a Augusto para deshacerse de lo que ellos entendían que era una plaga que destruía sus cosechas (1): el conejo, una especie tremendamente prolífica. El emperador envió sus invictas tropas para enfrentarse a esa temible tragedia bíblica, pero sufrieron una inesperada derrota. Solución: se organizó la emigración de los campesinos baleares y se les asignaron nuevas tierras. En el siglo XX el hombre introdujo de forma irreflexiva esta especie en Australia. El conejo se adaptó al nuevo entorno y al principio se reproducía normalmente, pero pronto empezó a causar graves problemas. Un aumento desmedido de individuos en un continente que no contaba con predadores de conejos arrasaba la vegetación allí donde se asentaban. Grandes bosques se convertían en páramos inservibles para el ganado. Solución: se introdujo al zorro, carnívoro que en Europa era un eficaz cazador de conejos, aunque este predador prefirió perseguir a los marsupiales, peor dotados para la huida, de modo que no solo contribuían al exterminio de estos animales autóctonos, sino que favorecían el desarrollo de los conejos.
Fuente: Wikipedia
¿Cómo surgen los desequilibrios en los ecosistemas? ¿Por qué desaparecen las especies? José Luis Tellería (2) dice que “las especies desaparecen de forma natural porque se transforman en respuesta a nuevos retos ambientales. O porque son incapaces de hacerlo”. Eso es lo que pasó con especies del Pleistoceno, como los caballos (Equus stenonis) que más tarde dieron lugar a los caballos modernos (Equus caballus). Cabría añadir, con permiso del profesor Tellería, que esos retos ambientales pueden sobrevenir por perturbaciones naturales (cambios climáticos, catástrofes, orogenias…), como parece que sucedió con los dinosaurios, pero también por elementos del entorno que se niegan a regirse por las leyes naturales. Y aquí interviene nuestra especie, principal inductora de la actual crisis de biodiversidad, salvo que las decisiones políticas lo eviten. Y no estamos para tirar cohetes al respecto.
Las comunidades de especies que forman un ecosistema interactúan entre sí, con el medio físico, con otros ecosistemas próximos y con la atmósfera. Mientras no se produzca una perturbación, el equilibrio se mantendrá. De lo contrario, al estado de conservación le seguirá un estado de destrucción y luego la reorganización y crecimiento hasta recuperar el estado inicial.
De esto se deduce que las especies no son estables, sino que están sujetas a cambios periódicos, que las propias especies pueden ser capaces de destruir el sistema en caso de superpoblación —¿alguien ha oído hablar de la superpoblación humana?— o de regenerarlo si sobreviven a la etapa de destrucción —el romero y los brezos, por ejemplo, tras un incendio—.
Pero volvamos al caso de los conejos y los problemas de conservación que nacen cuando el hombre altera el equilibrio natural. En su etapa de equilibrio, un monte poblado por conejos está preñado de vitalidad. El caminante puede pasear y cruzarse fácilmente con estos ágiles mamíferos correteando en busca de su vivar o un arbusto donde protegerse.
Vivar de conejos
La competencia entre los predadores —reptiles, aves y mamíferos— no perturba ese equilibrio diseñado por las leyes de la Naturaleza. El conejo, especie típicamente ibérica, constituye un elemento fundamental en el equilibrio del monte mediterráneo, con una capacidad reproductora que se adapta a las circunstancias cambiantes del entorno y un papel de primer plato de especies carnívoras. Sin embargo, lamentablemente, estamos obligados a recordar esta bucólica escena en pasado. En algún oscuro momento del siglo XX alguien tuvo la sombría ocurrencia de introducir el virus de una enfermedad al objeto de combatir la proliferación de estos herbívoros, y que luego se descubrió mortal para ellos. Era el virus de la mixomatosis, que los predadores dispersaban sin querer al llevar a las presas infectadas de un lugar a otro. La mortalidad fue espectacular y el futuro de los predadores comenzó a estar en entredicho. Estos cazadores tenían dos salidas: o cambiaban sus hábitos alimenticios o se marchaban en busca de otros biotopos.
Añadamos a esto el afán por eliminar a esos predadores al considerarlos feroces alimañas, hábito que llegó a estar fomentado por las propias administraciones. Así, águilas reales o calzadas, búhos reales, culebras bastardas, ginetas, linces, gatos monteses, comadrejas o zorros fueron desapareciendo poco a poco de la cadena alimenticia del monte mediterráneo, al tiempo que los conejos iban superando el ataque de la mixomatosis y veían su entorno liberado de enemigos al acecho.
Ahora volvemos a recurrir al “emperador” en demanda de ayuda para acabar con una supuesta plaga de conejos, después de habernos dedicado a eliminar a sus predadores naturales. Hemos olvidado que resulta más barato prevenir que curar, que es mejor favorecer la presencia de los cazadores naturales que proponer soluciones inviables, insostenibles y atolondradas sin pensar en el equilibrio del ecosistema.
(1) ARAÚJO, Joaquín y otros: Enciclopedia Salvat de la fauna ibérica y europea, Salvat Editores, Barcelona, 1991
(2) TELLERÍA, José Luis: Introducción a la conservación de las especies, Tundra, Valencia, 2012