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Limitados
Llevamos tal vez milenios instalados en la creencia de que somos la especie elegida, pensando que somos superiores a otras especies animales, pensando, incluso, durante varios siglos, que las personas de raza blanca —suponiendo que exista eso que llamamos “raza”— han sido privilegiadas sobre las de otras razas. El hombre aprendió a fabricar herramientas de trabajo, y máquinas para navegar, viajar y volar. Ha destacado en ciencia y tecnología, desarrollado un lenguaje —veremos cuánto se tarda en admitir que también lo tienen los animales—, construido pueblos y ciudades. Hemos logrado tantas cosas que apenas somos conscientes de lo limitados que somos en medio de un entorno compartido con otras especies vivas, vidas profundas y hermosas que no nos detenemos a conocer, y esta ignorancia solo nos proporciona desagrado. No a todos, me temo. Por eso, cuando nos vemos en la tesitura de demostrar tal ineptitud, echamos mano de la vulgaridad: “La vida animal es inescrutable”, que es el adjetivo que suele utilizarse para referirnos a aquello para lo que no tenemos respuesta.
Llevamos siglos preguntándonos quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Como para plantearnos tales cuestiones sobre los animales, cómo viven, qué comen, cómo se relacionan… Acaso no interese saber quiénes son esos seres dotados de unos sentidos que nosotros venimos desdeñando con creciente afán, o que incluso jamás hemos soñado tener. Tal vez por eso hemos levantado una especie de barrera entre nosotros y el resto de animales, dando la espalda al hecho evidente de que somos tan animales como ellos —posiblemente más, si se me permite la ironía—. Cuando hablamos de los animales olvidamos que nosotros entramos en la misma categoría. Sí, hemos evolucionado de otra forma, ni mejor ni peor, pero no hemos acabado de hacerlo —tampoco está claro que vayamos a tener tiempo suficiente para lograrlo—. Sin embargo, otras especies, por ejemplo, las hormigas, son como son desde hace más de cien millones de años, y entonces ya sabían qué es eso de vivir en sociedad (1). De modo que conviene que seamos algo más humildes cuando hablemos del éxito evolutivo de la especie humana.
Nuestro problema —uno de tantos— es que contemplamos el mundo natural desde fuera, pero si nos metemos en él, si finalmente asumimos que somos parte de ese mundo, veremos realmente lo que nos rodea, sin que la humana sea la unidad de medida utilizada. Sin embargo, hemos marcado distancias con la Naturaleza, perdiendo así el sentido de comunidad que alguna vez hemos adquirido. De poco sirve una telaraña quebrada, de modo que la araña ha de recomponerla. Así, nuestros lazos con la vida que nos rodea tienen demasiados nudos falsos. La urdimbre que tejimos se encuentra en mal estado y ahora estamos ejerciendo una presión excesiva que afecta al equilibrio de las otras vidas, las que necesitamos para seguir adelante. Esas vidas precisan ser escuchadas, observadas, percibidas con toda atención, algo que no será posible si no admitimos que todos formamos parte del mismo equipo.
Estaba en cierta ocasión preparando la cámara para grabar unos frutos de agracejo ya maduros. Era temprano, en los primeros días de agosto. Abajo, en el fondo de la hoz, a más de cien metros casi en vertical, se escuchaba el leve rumor del vacío y de las aguas del río, un murmullo que poco habría de interferir en la grabación. Hallada la separación adecuada y el enfoque apropiado, me disponía a grabar cuando el sutil movimiento de una rama irrumpió en la escena. Un curioso chochín me observaba a menos de un metro de distancia, como si deseara ocupar el centro del plano. “Hola, pequeño. ¿Qué haces?”. Daba la impresión de que esperaba por mi parte una cierta dosis de respeto, y yo solo aspiraba a responder a sus expectativas. El chochín no se iba. Parecía vulnerable, como la vida. Sin embargo, ahí estaba, reforzando un vínculo invisible y duradero conmigo. Yo trataba de no hacer movimientos bruscos, pero mi intención era satisfacer sus deseos. No me dio ocasión, pues pronto emprendió el vuelo perchando su pequeñez en otra rama más alejada. Me dejé observar y continué con mi tarea, aunque seguía escuchando sus llamadas no muy lejos de donde me encontraba. Comprendí que no debía contemplar al pajarillo desde mi personal punto de vista, ni a ninguna otra forma de vida; que no podía pedirle que se comportara como un humano, porque es —somos— seres independientes entrelazados en una única trama. A veces pretendemos que los animales sean como nosotros. Ni lo son ni han de serlo. Son ellos mismos. Solo experimentan la vida, como nosotros (2).
Creo que en ese momento sentí que ambos formábamos parte de la misma comunidad. Pensé entonces que realmente existía una relación especial entre el chochín y yo, un nexo capaz de borrar cualquier frontera que levantemos frente a la Naturaleza. No cuesta tanto lograr esa sensación de pertenencia, si a ello aspiramos. No somos tan limitados como pensamos.
(1) Wilson, Edward O. (2012). La conquista social de la Tierra. Debate, Barcelona.
(2) Safina, C. (2020). Mentes maravillosas. Lo que piensan y sienten los animales, Galaxia Gutenberg, Barcelona.