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No será como antes
Colinas bañadas por el sol, allí donde hace unos años se elevaban grandiosos fustes rectilíneos. Quizá sea esta la imagen de la naturaleza a la que nos debamos ir acostumbrando, montes casi desnudos, arrasados por las llamas prendidas en pleno arrebato de estulticia humana, montes que hemos recorrido docenas de veces y cuya visión nos evoca ahora tantos recuerdos. La inmensidad de la incineración se revela en el color ceniciento del suelo y las piedras, en el vacío dejado por tanta biodiversidad perdida. La escala de la destrucción resulta tan singular que sobrepasa la capacidad requerida para describirla. En todos los sentidos. Semejante desolación puede extrapolarse a otros problemas ambientales. Los datos no permiten predecir mejoras sustanciales. Tal vez encontremos progresos locales puntuales, pero, si realmente es incontestable la verdad estadística, tales avances no serán globales. Esta generación, al menos, no vivirá para contarlo.
Asumir que somos parte del problema es un gran avance, pero ¿realmente aceptamos que también somos parte de la solución? ¿Hasta dónde llega nuestro compromiso con la mejora de lo que nos rodea y mantiene? ¿Pensamos que nuestra contribución sirve de poco, que son otros quienes deben actuar? Seamos positivos. Hemos de convenir que sí, que hay cada vez más ciudadanos, empresas y organizaciones ocupados en el cuidado de un medio ambiente que es patrimonio de todos. Son personas y colectivos que rechazan el uso del plástico a cambio del vidrio, que prefieren el transporte público en lugar del vehículo propio, que evitan en lo posible la generación de residuos, que tratan de adquirir electrodomésticos de máxima eficiencia energética, que se niegan a consumir agua y otros recursos naturales por encima de sus necesidades, que huyen del postureo climático y buscan la cercanía del bosque. Son personas y grupos de personas que viven en el lado correcto de nuestra relación con la naturaleza, cuyas acciones cotidianas nacen de una férrea convicción personal y global, que muestran un firme empeño con el entorno porque no entienden que vivr así sea un obstáculo que se deba soslayar. Porque vivir de otro modo es un grave error.
Y, a pesar de todo, la vida sale adelante. Brezos, romeros, majuelos y endrinos son los primeros arbustos en asomar por encima de la tierra quemada. El viento colabora en la dispersión de semillas, mientras elevamos expectantes la mirada, a ver si las nubes deciden aunar sus fuerzas para traernos el regalo del agua. Las aves van llegando poco a poco para ocupar nuevos espacios, para conocer nuevas parejas y formar nuevas familias. Pequeños mamíferos hallan acomodo en laderas y barrancos renacientes, como insólitos colonos en tierras devastadas. Los insectos regresan para deleitarse con renovados néctares mientras algunos troncos yacen en silencio. A medida que la vida regrese, su sonido ya no será el mismo de antes, pero será. Con el tiempo, la vida se hace resiliente, capaz de afrontar desafíos y superar nuevos retos. Las plantas crearán renovados y diferentes nichos para los animales.
Celebraremos el canto del cuco y nos alegrará avistar los primeros aviones comunes y vencejos. Sentiremos alivio al contemplar el vuelo cromático de los abejarucos y nos confortará el trino de la curruca capirotada. Nuestro ánimo se relajará escuchando el zumbido de las abejas y los setos se llenarán de mirlos y pinzones. Las aves acuáticas cortarán el agua como si abrieran una cremallera en el cielo reflejado y las golondrinas revisarán el estado de los cables de luz. Tendremos la impresión de que la naturaleza ha recuperado su extraordinaria abundancia y todo nos parecerá un festival resucitado. Sin embargo, la vida no sonará como antes.
No perdamos la ocasión de regresar al bosque, a la orilla de un río, a la cumbre, y meditar sobre nuestro compromiso con la naturaleza.