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Rescatar de la ignorancia
A esta casa común que es la Tierra le ha salido un inquilino torpe, ignorante y costoso, muy costoso. No es un elefante en una cacharrería. Es algo peor, es la especie humana que, en su machacona obsesión por instalarse en lo más alto del edificio de la biodiversidad, no ha terminado de entender que es tan solo una especie más, un simple eslabón en esa complicada y maravillosa cadena que es la vida. El problema es que asumir esta aparentemente sencilla pero trascendental idea exige un cambio radical de actitud que no parece que estemos dispuestos a abordar. Me refiero a hacer las cosas que nos convienen, si queremos seguir viviendo, y llevarlo a cabo con un cierto nivel de calidad. Me refiero a cuidar…, no, a mejorar nuestra relación con la Naturaleza, si no queremos que ella saque a relucir su sabiduría y se deshaga de nosotros. Llegados a este punto, si no aceptamos con humildad lo mucho que desconocemos, por muy elegida que sea nuestra especie, si no comprendemos la necesidad de dar un giro radical a nuestra forma de vida, será mejor olvidarnos del asunto para verlas venir.
Pocos se planteaban en la década de los 40 del siglo XX la problemática ambiental que nos acucia ahora, casi setenta años después. La conciencia ecológica de entonces no era mayor que la actual —que tampoco anda para tirar cohetes por más que nos confundan las apariencias—, pero tampoco se sabía lo que ahora nos empeñamos en ignorar. En aquella época un visionario supo advertir de la necesidad de modificar nuestra relación con la Naturaleza, de poner nuestro conocimiento al servicio del desarrollo sostenible —concepto que aún no se había inventado, aunque llevaba milenios practicándose—, de entender que no somos propietarios de la Naturaleza, sino que pertenecemos a la Tierra. Ese hombre precursor era Aldo Leopold, y llamó a su idea “ética de la Tierra” (1). No es la primera vez que estas líneas abordan la idea, pero considero necesario reincidir.
Aldo Leopold
Tomo las palabras de Fernando Sabater (2) para recordar que eso que llamamos ética consiste en saber vivir, es el arte de vivir. La ética de la Tierra, por tanto, podría definirse como el arte de vivir en, con y por la Tierra, aunque Leopold añadió más aportaciones de las que un aprendiz como yo pueda señalar. Y tal vez podamos resumirlas en tres que claramente contrastan con ciertas ideas que deberían tener el día de ayer como fecha de caducidad.
Para empezar, el hombre se sigue considerando dueño y señor de la Naturaleza. Vela por sus intereses y sus derechos, no por los de otros seres vivos, el agua, las rocas, el aire o el suelo. La ética de la Tierra de Aldo Leopold propone que el ser humano es un miembro más de la comunidad, un inquilino como otro cualquiera de la casa común Tierra. Por tanto, tiene los mismos derechos, no más, que sus vecinos. En segundo lugar, el hombre utiliza la ciencia como instrumento de conquista, cuando debería ser una herramienta al servicio del conocimiento y la exploración del entorno. Claro que, según el apoyo que recibe la ciencia en algunos países, nos espera la nada. Por último, el ser humano contempla la Naturaleza como su esclava, algo dotado de recursos infinitos que están ahí para su uso y disfrute sin medida. Su relación con la Tierra es estrictamente económica y conlleva solo privilegios, no compromisos. La ética de la Tierra entiende, sin embargo, que el hombre pertenece a ese complejo sistema ecológico, a ese conjunto de comunidades de seres vivos que es la Tierra, amplía las fronteras de la comunidad e incluye a los seres vivos, los suelos, el agua y el aire.
Un pequeño inconveniente: asumir que los seres humanos formamos parte de la Naturaleza exige una responsabilidad de custodia de la Tierra, y esto implica necesariamente olvidarnos de la óptica antropocentrista —esto es, desprendernos de la idea de “qué hay de lo mío”— para adoptar una ética centrada en los valores y derechos de todos los seres vivos y en nuestras obligaciones como especie capaz de razonar y adoptar decisiones sensatas, una ética que nos haga vivir conectados con el medio natural, una ética que sea capaz de superar la resistencia a afrontar un cambio profundo de mentalidad, una ética que nos permita ver a la Naturaleza como objeto de estudio y consideración moral y no como un cuerpo extraño —¡cuán largo me lo fías, amigo Sancho!—.
La ética de la Tierra mantiene su vigencia a pesar del tiempo, aunque tardó muchos años en escapar de las implacables garras de la ignorancia de mediados del siglo XX. Mucho me temo que sea necesario volver a rescatarla. Si estas líneas ofrecen una invitación a que la sociedad moderna asuma su responsabilidad como parte integrante de la comunidad Tierra, sería una pequeña aportación a esa difícil misión rescate. Pero queda mucho por hacer.
(1) Leopold, A. (2005). Una ética de la Tierra. Los Libros de la Catarata, Madrid.
(2) Sabater, F. (1996). Ética para Amador. Ariel, Barcelona.