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Blog

Templos naturales

Relación con la Naturaleza

Hace poco más de dos horas que ha amanecido y en la profundidad del barranco formado por el Arroyo de la Madera podemos ver que la noche ha debido ser fría, gélida, a juzgar por las márgenes heladas del aguazal. Un pinzón común entona su canto. Varias hozaduras entre los pinos muestran el nocturno deambular de los jabalíes. A lo lejos las chovas piquirrojas emiten su quejumbroso ¡kiaaa…! Una de ellas se posa en lo alto de una roca, mira curiosa a un lado y otro. Luego, vuelve a volar. Por lo demás, silencio, un silencio sepulcral, limpio, casi religioso. No sabemos cuánto ha de prolongarse tal serenidad, porque en cualquier momento el entorno puede quedar invadido por ruidosos caminantes. De modo que conviene aprovechar el tiempo para cumplir con nuestro objetivo, encontrar un ejemplar de Actaea spicata en un relajante paseo.

Una ardilla nos sorprende en el camino, o nosotros a ella, y tarda un suspiro en encaramarse a un pino. Por más que tratamos de descubrir su escondrijo, no lo conseguimos. Por más que miramos hacia la copa de los árboles, todo lo que apreciamos es la quietud de las ramas y algunos nidos de procesionaria, no muchos, pues este año no parecen abundar tanto como otros. En el camino asoman levemente las carnosas hojas acanaladas de los gamones. El acusado ascenso hasta nuestro destino, el paraje conocido como Las Catedrales, nos invita a realizar varias paradas, instantes que aprovechamos para escuchar, una práctica que recomendamos por ser altamente gratificante. Una vez más, silencio.

 

 

Nos asomamos detrás de una roca por ver si encontramos uno de esos raros helechos que tan esquivos se muestran, Asplenium celtibericum o Phyllitis scolopendrium. No ha habido éxito. Solo tropezamos con ropa interior y papeles. Alguien ha querido convertir este rincón en su retrete particular y quién sabe si algo más. Resignación. ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Cuándo va a llegar el sentido común a algunos? No lejos de este lugar, un pino tuvo la ocurrencia de germinar en una roca y ha terminado por partirla. Es la meteorización mecánica. Cuando llegamos al reino de la piedra comprobamos que hay muchos más, pequeños, que han sabido aprovechar el acogedor colchón ofrecido por el musgo que cubre las paredes calizas.

 

 

En un impresionante vuelo acrobático, los aviones roqueros entran y salen de sus nidos en la roca para cazar insectos. Entre tanto, la paloma torcaz, más huraña que la que ha optado por vivir en la ciudad, se limita a observar desde su atalaya arbolada y emitir su gutural arrullo. Esta paloma es un claro ejemplo de cómo un ave de costumbres forestales ha sabido adaptarse a un entorno urbano y vivir en compañía de humanos y tráfico. De ser un animal esquivo como estas que nos rehúyen en sus templos naturales, se ha convertido en un ser confiado que frecuenta parques y jardines, cualquier lugar donde haya, eso sí, árboles, que no olvida sus orígenes como otros.

Comienza la foliación del agracejo y el rosal silvestre, al tiempo que los guillomos ya lucen sus primeras yemas.

Ya en la pared rocosa, seguimos en los dominios del silencio, roto apenas por el mirlo. Es el mismo silencio que ahora nos permite detectar la llegada de caminantes. El propio barranco actúa como caja de resonancia para hacer llegar estos sonidos. Mientras tanto, analizamos de cerca las hojas de las grasillas, que se desarrollan profusamente allí donde rezuma el agua del interior de la roca. Llegan los senderistas y nos saludamos. Buena señal. No siempre tenemos la misma suerte. Un zorro ha debido recorrer este sendero antes que nosotros. Las ortigas abundan y la hiedra escala alturas inverosímiles. Las hepáticas proporcionan una pincelada de color blanco y morado sobre el musgo que tapiza la increíble verticalidad pétrea. Los frágiles culantrillos dan la apariencia de cabelleras colgantes. Una nueva prenda humana aparece abandonada antes de acceder a la rústica escalera de madera. El entorno parece sacado de otro planeta.

 

 

Descansamos en lo alto del cantil, allí donde el viento se deja oír, no mucho, pero se siente pasar a través de las acículas de la pinada. La panorámica es impresionante, conmovedora, y a nuestro alrededor, como fieles escuderos de callejas y pasadizos impenetrables, columnas, cálices, artísticos hongos aparentemente inquebrantables al paso del tiempo, configuran un templo que la naturaleza, paciente, ha sabido esculpir para facilitar nuestro gozo y meditación. Queda poco que añadir. Solo sentir.

A lo lejos, en la ladera solana, unas pequeñas manchas ocres y blancas llaman nuestra atención. Con ayuda de los prismáticos descubrimos que se trata de vacas, que pacen, rumian y sestean con calma al calor del sol, ajenas a la charla de los caminantes.

Ya de regreso, volvemos la vista atrás y nos hacemos una idea más exacta del abismal borde donde hemos ido a detenernos para dar rienda suelta a nuestras reflexiones, algo así como haber estado encaramados en el alero de una inmensa catedral, uno de los numerosos templos que ha levantado la naturaleza. Algo así debió sentir el jorobado de Notre Dame. La grandiosidad del paraje nos conmueve. El sol calienta y mueve el aire, y lo hace pasar por la enramada.

 

 

Hemos pasado por el lugar donde hicimos las primeras acampadas. La soledad y el abandono ganan terreno. De la pequeña fuente que hacía de fregadero solo quedan las piedras sobre las que descansaba el pilón. El remanso donde se bañaban o flotaban en balsas hinchables los niños está ahora ocupado por la vegetación. Aquí comenzaron a sentir sus primeras alianzas con la naturaleza. Al arroyo apenas le resta un hilo de voz. Quienes hablan son la soledad, el viento y el silencio. Silencio propio de un templo natural.