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Topofilia

Relación con la Naturaleza

Sacando a pasear algún libro por delante de mis ojos, en afortunada expresión de Joaquín Araújo, encontré el término topofilia, que pronto me atrevo a desmenuzar en partes blandiendo el griego como herramienta. Topos es lugar, y philon relación, asociación. Según esto, la topofilia sería algo así como la construcción de unos fuertes lazos de compromiso y cercanía con un lugar. A partir de este concepto, puede decirse que una relación topofílica con el entorno supone interrogarse por su naturaleza, su valor para quien establece tales lazos y para los diferentes elementos que conforman ese lugar.

El término topofilia se utiliza de forma especial en arquitectura, urbanismo y territorio como estrategia para el desarrollo sostenible de las ciudades; más aún, para favorecer la participación de los ciudadanos en el diseño de ciudades ambientalmente sostenibles. Por ejemplo, no parece descabellado que en el momento de diseñar un parque urbano se recurra —así debiera hacerse— a sus principales usuarios —niños y ancianos— para recoger sus necesidades e intereses, de modo que el parque sea capaz de satisfacerlos. Y ello por una razón tan sencilla como elemental: ellos son quienes mejor sienten ese entorno concreto, quienes lo viven más de cerca. Niños y ancianos, quizá sin saberlo experimentan una topofilia respecto a ese entorno peculiar que es el parque.

Con el paisaje ocurre algo parecido. Uno siente la topofilia cuando se siente apegado al entorno, vinculado al paisaje que lo envuelve, cuando se siente comprometido hacia el paisaje porque lo vive. Tal sensación te deja materialmente clavado en la contemplación de un paisaje, te hace cerrar los ojos al percibir el aroma de la tierra mojada o te transporta en el tiempo cuando el humo del hogar te sitia, te relaja en la orilla de un arroyo y te sobrecoge en lo más profundo del bosque. La topofilia permite comprender el paisaje, sentir una cierta empatía hacia él, hacia sus problemas, llegando a la estrecha afectividad.

De la topofilia nace el afecto hacia todo lo que nos acompaña en nuestro deambular por el campo, aquello que echaremos de menos tan pronto como no lo tengamos al alcance de los sentidos. La topofilia me confirma en la certeza de que algo tengo que ver con el entorno, que formo parte de él, que yo lo necesito, pero él también me necesita. La topofilia supone un hermanamiento con aquello que nos rodea y por lo que sentimos un especial apego. La topofilia incrementa el valor del paisaje y proporciona un mayor sentido a todo lo relacionado con la ecología y el medio ambiente.

Perder la relación con el paisaje es estar despaisados, como ya adelantó el sabio Ortega y Gasset y nos recuerda Araújo. También el admirado Miguel Delibes nos lo advertía en su discurso de ingreso en la RAE: “Y la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de este. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.”

Si a esta especial relación con un lugar le añadimos una afiliación emocional hacia las otras criaturas con las que compartimos el entorno, podríamos hablar de biofilia, amor por la vida, un sentimiento que llevamos grabado en nuestros genes, pues no en vano hemos pasado la mayor parte de nuestra existencia como especie en estrecho contacto con la Naturaleza. El concepto nació en la mente del filósofo Erich Fromm y luego fue desarrollado por uno de nuestros pensadores de cabecera, Edward O. Wilson, que tantas veces ha paseado sus ideas por estas páginas. Wilson observó nuestra atracción por otras formas de vida, por compartir nuestro espacio y nuestro tiempo con plantas y mascotas, de donde concluyó que el contacto con la Naturaleza es fundamental para el desarrollo de la inteligencia, las emociones, el sentido estético, la creatividad o el deseo de conocer. Si carecemos de este contacto, nos empobrecemos psicológicamente.

¿Cómo saber si sentimos topofilia por el paisaje? Supongamos que estamos en un monte pedregoso, agreste, escarpado, de difícil acceso. Es posible que pasara desapercibido para nosotros de no ser porque en cierta ocasión encontramos agazapado entre unos arbustos a un pequeño cervatillo que estaba respirando sus primeras bocanadas de aire. La experiencia fue tan impactante que a partir de entonces ese monte quedará grabado en nuestra memoria de modo que sentiremos un especial afecto por él. Eso es topofilia.

Seguro que, si escarbamos entre nuestros recuerdos sobre un lugar determinado, encontraremos razones suficientes para reconocer que entre ese lugar y nosotros existe una relación especial, un sentimiento que nos empeñamos en llamar filling, y que no es sino el afecto que nos vincula indisolublemente.

Seguiré explotando mi particular topofilia y resistiéndome a ser un despaisado más.