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Una tendencia innata
Para Javier, explorador de encuentros.
“Cientos de personas cansadas, con los nervios destrozados, hipercivilizadas, están empezando a darse cuenta de que ir a las montañas es regresar al hogar; los espacios salvajes son una necesidad.”
John Muir
Nuestros Parques Nacionales
El sol se oculta tras una nube algodonosa y, de pronto, el paisaje se oscurece, se vuelve gris, como las calles de una ciudad antes del alba. Es necesario esperar unos minutos para que el sol derrame su intensidad sobre el dosel arbóreo y la luz se filtre entre las hojas hasta dejar su calidez en el suelo. Es la señal que esperan millones de invertebrados para salir de sus refugios y reanudar su frenética e indeterminada actividad.
No resulta complicado ser testigo de una sencilla escena como esta, siempre que pongamos a trabajar a nuestros sentidos. Tal vez pueda parecernos algo elemental, pero no siempre la supuesta inteligencia humana es suficiente para no profanar el sagrado templo de la naturaleza. Es preciso sentir el impulso de acercarnos a las otras formas de vida que nos acompañan en este viaje sobre la Tierra. Debe ser lo que Edward O. Wilson (1) llamó en 1984 biofilia, aunque el primero en exponer esta idea fue Erich Fromm (2) diciendo que en el hombre existe “la pasión de amar, la pasión del interés por el mundo: todo lo que se llama, digamos, eros; el interés, no solo por las personas, sino también por la naturaleza, el interés por la realidad, el gusto de pensar y todos los intereses artísticos”. Se trata, según Wilson, de “una tendencia innata a prestar atención a la vida y los procesos naturales”, un vínculo que aún conservamos de cuando nuestra especie supo relacionarse estrechamente con la Naturaleza.
Wilson es optimista —un optimista profesional, según sus propias palabras—, pero albergo personalmente serias dudas acerca de si este sentimiento de proximidad hacia la vida silvestre y la diversidad de hábitats que ocupa es generalizado. Lo único que puedo afirmar es que reforzar nuestro vínculo con la Naturaleza da paso a conocerla mejor y, por tanto, a conocernos mejor. ¿Hasta qué punto podemos decir cada uno de nosotros que tenemos una sensación semejante? ¿Qué es lo que nos vincula a los seres vivos? Partamos del principio de que somos capaces de sentir tal cercanía en la vida diaria, aunque es difícil definir la extensión de tal sentimiento entre nosotros. Nos llaman la atención ciertos detalles sobre diversos tipos de animales y plantas, tal vez queramos aprenderlos, pero ¿alguna vez llegamos al extremo de dirigirnos a uno de estos seres o a su hábitat para disculparnos por el daño que eventualmente le infringimos? ¿Cazamos, pescamos y recogemos los frutos del campo que realmente necesitamos, o hacemos acopio de los recursos naturales en una suerte de competición para ganar quién sabe qué fútiles glorias? ¿Vivimos en conexión con la Naturaleza o enfrentados a lo salvaje y desconocido? ¿Reaccionamos frente al retroceso del bosque o continuamos la tendencia de ocupar —invadir— todos los espacios? ¿Amamos la vida silvestre lo suficiente como para salvarla?
La respuesta individual que cada uno podamos dar a estas y otras cuestiones similares nos ofrecerá una idea de hasta dónde alcanza nuestro íntimo contacto con la Naturaleza y, en consecuencia, del nivel de atención que somos capaces de prestar a la vida y a los procesos naturales. El estado del agua, el zumbido de los insectos, el rumor del viento, el crecimiento de una planta, el canto de un pájaro… han de adquirir una trascendencia para nosotros que todavía no tienen, al menos no la indispensable para afirmar que nuestra relación con la Tierra es equilibrada. Si no somos capaces de cerrar la mente a esas cuestiones cotidianas y formales, si no centramos el interés en la vida que tenemos alrededor cuando nos encontramos en una pradera, un bosque, un arroyo o una montaña, si no observamos los giros de los insectos o los colores de la vegetación, si no escuchamos la sinfonía de trinos y murmullos que nos envuelven, si no concentramos los sentidos en todo aquello que necesariamente ha de alcanzar un significado nuevo en cada momento, si caminamos con la certeza de que sabemos lo que va a suceder un instante después, entonces no estaremos en estrecho contacto con la Naturaleza. Es posible que nos encontremos en el campo, pero si no sentimos la pertenencia a la comunidad de seres con los que compartimos espacio y tiempo, solo estaremos acompañados por el vacío. Tal vez continúen a nuestro lado la agenda, el móvil, los problemas del trabajo, las inquietudes diarias… Mala compañía.
Parece, por tanto, que esa idea de que Homo sapiens es la única especie capaz de adaptarse a cualquier entorno es una verdad a medias. Ni selvas, ni desiertos, ni montes, ni praderas, ni cuevas, ni… Todo espacio es susceptible de ser adaptado a nuestras necesidades. Poseemos una extraña habilidad para modificar las condiciones ambientales en la falsa creencia de que así hacemos más “habitable” el entorno. Esto podría ser cualquier cosa menos racional. Admitiendo que, en efecto, ostentamos esa capacidad física para encajar en una amplia diversidad de espacios, cabría preguntarse si, en realidad, estamos mental, emocional y espiritualmente preparados para hacerlo. Concedamos, igualmente, que, a veces, realizamos esfuerzos meritorios para acercarnos a la Naturaleza, aunque no siempre en la dirección correcta ni con los resultados esperados. Comprar una casa en el extrarradio urbano no es sinónimo de proximidad a lo silvestre o de desconexión con lo rutinario. Es posible que eso no pase de tener un carácter meramente estético. De poco sirve configurar nuestros espacios —públicos o privados— con árboles, arbustos, setos de flores, estanques o fuentes, si todo ello no va aderezado con una comunión mental hacia la vida que tratamos de recrear. No es suficiente generar belleza; es preciso desplegar los sentidos para lograr la plena inmersión en el entorno que nos rodea, dejar que broten de nuestra mente todo tipo de emociones para hacer que la unión con la Naturaleza sea placentera, para alcanzar la mayor estabilidad imaginable entre la Tierra y nosotros. Quizá si conseguimos un vínculo parecido con otras formas de vida, con la vida que nos circunda, responderemos a esa tendencia innata que Fromm y Wilson llaman biofilia, transformada, quién sabe, en una experiencia metafísica que, tal vez con más torpeza que acierto traté de reflejar en estas líneas (3):
Hacer caminos ofrece al caminante la oportunidad de conocerse a sí mismo, de ganar la libertad y la independencia de que hablaba Thoreau. Lector, lectora, no dejes de hacerlo por campos y bosques, por arroyos y ríos, por rocas y praderas, por valles y montañas, y confía tus reflexiones a quienes los habitan. Recuerda que algunas cosas solo se pueden decir con palabras; otras, en cambio, solo con silencios, así, en plural. Mira, si quieres, más allá, pues no encontrarás mejor templo que la Naturaleza, pero no dejes de hacer caminos. Huye de la monotonía y el mundanal ruïdo y lograrás, ya sabes, una descansada vida, que bien lo sabía el poeta belmonteño. Sumérgete, al fin, en la Naturaleza y haz que te sea menos ajena. Párate de vez en cuando y escucha los silencios. Aprende a renovarte, reforzarte y sobrecogerte. Sabrás entonces lo que te dice la soledad, pero no la soledad vacía y triste de las ausencias, sino la soledad plena de presencias; no la soledad cuajada de olvidos, sino la que trae a tu memoria momentos entrañables y querencias y te deja, a veces, recuperar llantos y añoranzas. Quizás por ello habría que hablar de soledades, no de soledad.
En lo que se refiere a la relación con la Naturaleza, la auténtica dimensión de nuestro problema como especie no es el lamentable estado en que la estamos dejando, que ya es alarmante, sino la falta de una conciencia ética que nos conduzca hacia una verdadera relación equilibrada. Esto es algo que no se logra con poderes sobrenaturales. Bastaría con pequeños gestos diarios, con poner a trabajar a nuestros sentidos y ejercitar una sensibilidad que tal vez tengamos, aunque no seamos conscientes de ello.
(1) Wilson, E.O. (2021). Biofilia. El amor a la naturaleza o aquello que nos hace humanos. Errata Naturae, Madrid.
(2) Fromm, E. (1993). El arte de escuchar. Paidós, Barcelona.
(3) Rodríguez Laguía, J. (2016). CamiNATURAndo. Tundra, Castellón.