Esta web utiliza cookies, puedes ver nuestra política de cookies, aquí Si continuas navegando estás aceptándola

Blog

Yo hago el paisaje

Relación con la Naturaleza

Escribo estas líneas en casa, rodeado de muebles y bajo una mortecina luz natural. El paisaje es impersonal. Miro por la ventana y veo otros edificios, algo de tráfico, antenas sobre los tejados, muchos tejados. El paisaje sonoro me acerca la charla de la gente —habría que decir los gritos, que estamos en España— y el ruido de motos y coches. Y allá al fondo, una suave sierra tras la que poco a poco se va ocultando el sol. El panorama desde lo alto se amplía, introduce más elementos, pero sigue sin parecerse a lo que solemos entender por paisaje, el clásico dibujo de praderas recorridas por arroyos, orladas de bosques, muchas flores y montañas que separan este bucólico escenario de un infinito cielo azul.

 

Y, sin embargo, desde el primero al último, todos tienen la misma categoría de paisaje, al menos si tomamos como referencia la definición que nos aporta la Academia de la Lengua: “conjunto, orden y disposición de todo lo que compone el universo”. Más allá del acierto o desacierto de esta definición, estaremos de acuerdo en que cualquiera de los paisajes descritos someramente más arriba tendrá una percepción distinta según el observador. Porque, claro, no hay paisaje si no hay observador, como no habría obra de teatro sin unos artistas y un público, de la misma forma que un cuadro de Goya no tiene sentido si no voy al museo a contemplar su belleza.

Por tanto, el paisaje es una alianza entre el observador y lo que percibe a su alrededor, y el resultado es algo siempre subjetivo que depende no solo de ellos —el sujeto activo y su entorno—, sino del momento y las condiciones en que se produce la observación. Podría decirse “bueno, el paisaje está ahí haya o no haya observador, solo está esperando a que este llegue”. No exactamente. Volvamos a los escenarios del principio. Desde mi visión particular, el primero —la habitación de una casa— me dice bien poco, tan poco que ni siquiera lo considero paisaje, a pesar de lo que dice la RAE. El segundo escenario —lo que se ve desde un ventana en la ciudad— gana puntos, podría admitir que estoy ante un paisaje urbano, y aun así nada apuesto por él. Es el tercero —imagen idílica de la Naturaleza— el que triunfa según mi criterio de observador, es el paisaje por antonomasia, el deseado. Muy probablemente, entre este paisaje y yo se establecerá un vínculo que perdurará en el tiempo porque posee tres de los elementos más anhelados por mí, soledad, silencio y sosiego.

 

Sin embargo, ahora otro observador puede no estar de acuerdo con mi criterio y establecer otra clasificación que, sin duda, podrá estar igualmente acertada. Ya se sabe, para gustos, los colores. Pero lo importante es la conclusión a la que llegamos: el paisaje no es sin el observador, es este quien construye el paisaje con sus sentidos, con su sensibilidad; sin observador, el entorno no pasa de ser un territorio a la espera de que alguien lo convierta en paisaje. El observador reviste el entorno que contempla con sus apreciaciones personales, sus emociones, sensaciones, recuerdos…, y como todo esto es cambiante, un mismo paisaje nunca será igual incluso a la percepción del mismo observador.

 

El futuro de un paisaje depende de varios factores que se resumen en el medio físico que lo conforma —rocas, suelo, formas del relieve, el agua que contiene, la vida que alberga—, el clima y sus cambios —fenómenos meteorológicos, luz— y del uso/abuso que hacemos de él los humanos, factor este que condiciona su sostenibilidad, su capacidad o no de permanecer en el tiempo para que otros lo disfruten y tengan ocasión de construirlo a su criterio personal.

Sí, yo hago el paisaje cada vez que me despojo del día a día y me sumerjo en él.