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El Arroyo de la Rocha (1)

Senderismo

Inicio esta vez el camino en el pueblo de Las Majadas, hacia el noroeste. Son los primeros días del invierno y los campos se ven blanqueados por la escarcha matinal. Estos terruños fueron pacientemente parcelados con deshechos muros de piedra para albergar los rebaños. Ahora, cuando el color dominante es el gris pardo, se ven salpicados por multitud de rosales, majuelos y endrinos, que deben ser un espectáculo de flor en primavera. El camino ha sido bautizado con el sugerente nombre de Ruta del Mercadeo de la Lana, evocador de un remoto pasado en el que la vida giraba en torno a la explotación ganadera del ovino. De hecho, a pocos metros del camino encontramos un antiguo apeadero de la Mesta, una estación de paso y descanso para pastores y ovejas de camino hacia los pastos de Tragacete o Vega del Codorno y más allá, o bien hacia terrenos de inviernos más benignos.

Refugio de La Mesta en Las Majadas.

 

Este pasado ganadero está íntimamente relacionado con el propio nombre del pueblo que nos sirve de principio en esta ruta. Posiblemente la palabra majada procede del latín maculata, tejido de mallas; la relación semántica es similar a la de redil con red. Una majada es un aprisco, un lugar donde se recoge el ganado por la noche. Pero también es el estiércol de los animales. Derivado de majada es el término majadear, esto es, permanecer el ganado en la majada, o también abonar la tierra. Asimismo se usa el término majadal para referirse a un lugar de pasto a propósito para ganado menor. Probablemente los términos maculata y redil tengan su origen en la costumbre de cerrar los apriscos con una tupida maraña de troncos o ramas preferiblemente espinosas. No resulta extraño encontrar un espacio de estos entre los pinos en el lugar más insospechado de nuestros montes. También es frecuente ver estas majadas en los numerosos tormagales serranos, aprovechando abrigos rocosos o estrechos callejones formados por la caliza. Cuando los pastores precisaban de más tiempo, especialmente en la época de parto del ganado, se tomaban la molestia de construir cerramientos de piedra, reservando un pequeño espacio para ellos mismos, si es que no construían un chozo con ramas y hojas.

Así pues, el camino que ahora huellan mis pies debió servir en algún lejano tiempo para dar salida a un producto que entonces era bien apreciado por grandes mercaderes. La panorámica que se contempla es amplia. Voy dejando a mi izquierda el Cerro de San Bartolomé, con oscuros pinos en la ladera umbría —Umbría del Toro la llaman— y deshojados quejigos en la solana, la misma que nos muestra un afloramiento de arenas de Utrillas como si de una herida abierta se tratase. Al fondo, hacia el oeste, el claro día nos permite divisar la Sierra de Bascuñana y el Campichuelo. En primer término se observa la paciente labor del agua, que a lo largo del tiempo ha actuado como afilado bisturí para abrir dos profundas grietas en la tierra: la Umbría del Cenagarejo y la Hoz del Moro. Frente al caminante, espiando sus pasos tras la espesura del verde pinar, el cerro Pecá, con sus engreídos 1.500 metros de altitud. Dejo atrás las casas apiñadas de Las Majadas, envueltas en un fino velo de humo azulado que exhalan las chimeneas recién encendidas.

A la izquierda, el Cerro de San Bartolomé. Al fondo, la Sierra de Bascuñana y el Campichuelo.

 

Poco a poco me voy acercando al bosque, en cuyo borde se divide el camino formando una horquilla. El ramal izquierdo asciende al Pecá y el derecho, por el que discurre nuestra senda, desciende como si fuera un gigantesco tobogán adentrándose en la espesura de pino negral con algunos ejemplares de silvestre, enebro común, agracejo y abundante acebo. Ahora que hemos abandonado la compañía del sol, el musgo y el piorno azul cubren buena parte de las laderas. El suelo helado cruje bajo mis pies. Por eso me paro de vez en cuando, y puedo escuchar el espectáculo incomparable del absoluto silencio. Un arbolillo con escoda me recuerda la presencia del ciervo por estos lares.