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En la Garganta de los Gancheros

Senderismo

“A la memoria del Príncipe de los Ingenios españoles Miguel de Cervantes, que cuando visitó la herrería, perteneciendo a este término municipal y a su hijo político Luis Molina inmortalizó esta histórica villa de Cañizares.”

Esta dedicatoria se encuentra en una placa junto a un añoso escudo nobiliario esculpido en piedra, sobre una fuente en la plaza de Santiago, centro neurálgico de la localidad de Cañizares. Al parecer, el madrileño y hombre de negocios Luis de Molina, yerno de Cervantes por matrimonio con su hija Isabel, fue arrendatario de la Herrería de Santa Cristina en el siglo XVI, circunstancia que estrechó la relación del insigne escritor con el pueblo y que, al decir de algunos, hizo pasar por aquí al ingenioso manchego en su viaje hacia Zaragoza. En este punto, pues, nace una ruta que se dirige hacia el norte en busca de la Hoz de Tragavivos. Es probable que muchos ya conozcan este camino y su destino, y aun así, ahí va mi personal punto de vista.

Nada más abandonar Cañizares por el norte, el camino discurre parejo al Arroyo de la Raposilla, barranco donde todavía se observan restos de actividad agrícola allí donde el hombre fue capaz de usurpar terreno al monte, allí donde su esfuerzo supo obtener el fruto deseado a pesar de las muchas dificultades que se empeñaba en oponer la orografía. Aquí y allá quedan vallados y barreras construidas con una peculiar mezcla de piedras y sudor, cementadas con una buena dosis de paciencia.

El camino asciende poco a poco flanqueado por laderas pedregosas cubiertas de tomillo y romero, y salpicadas con toques de enebros (el común y el de la miera), sabina negral y boj. En el cruce con el camino que va a la Herrería de Santa Cristina, a la que se refiere la placa, comenzamos a llanear y a descender suavemente el Arroyo de las Loberas, que ahora da nombre a la trocha. El silencio, una vez más, es mi incondicional compañero de viaje; solo unas avecillas se alarman por mi presencia. Por momentos el bosque parece abrazar al sendero, como queriendo aliviar de alguna forma las profundas heridas que los vehículos le han infringido.

El carril se convierte por fin en estrecha senda poco antes de alcanzar el profundo corte que las aguas del río Cuervo han excavado en la caliza. El abismo se abre ante la presencia del caminante, que aviva los sentidos para percibir el rumor de aguas bravas y contemplar la densidad del bosque desde su cénit. El vértigo y la confusión ya son sensaciones que resultan familiares. Frente al observador, el Barranco de Madereros, impresionante, arrogante, soberbio, que trae a la memoria el inolvidable texto de José Luis Sampedro:

Todo el río estaba como entarimado por los largos maderos, pinos enteros descortezados. El hombre cruzaba ágilmente de una orilla a otra, apoyándose de cuando en cuando en una vara terminada en gancho. El paraje era angosto y la corriente rápida; los troncos se encabalgaban. Un enorme árbol atravesado retenía a los demás y dejaba ante él un verdoso espacio de agua turbulenta. El hombre apoyó su gancho en un extremo del tronco, deshizo el atasco y todo el rebaño de palos siguió avanzando.

El río que nos lleva

Normalmente, quienes llegan hasta aquí vuelven a Cañizares desandando el camino, pero yo decido hacerlo por el Alto la Cruz. Para ello tomo un camino que sale hacia el oeste a unos 700 metros del mirador. La densidad y el sosiego del bosque son igualmente sobrecogedores. El recorrido es algo más elevado por esta parte, hasta alcanzar los 1.230 metros. Cuando dejamos a nuestra izquierda el Cerro Cabezuela y a nuestra derecha una de las numerosas parideras ruinosas —testigos mudos y empedrados de una riqueza ganadera que nos abandonó hace siglos—, nace una senda oculta entre la maleza que se dirige hacia el sureste acompañando al Barranco de la Cruz, y que nos dejará de nuevo en Cañizares, y, como diría Cervantes, una jornada digna de “felice recordación”.