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Entre Molinos de Papel y Palomera (1)

Senderismo

He de confesar que, aun teniendo tan a mano esta trocha, catalogada con el número PR-36, todavía no había llegado para mí el día de conocerla, y ahora me doy cuenta de la cantidad de cosas interesantes que me estaba perdiendo. Entro en la pequeña pedanía de Palomera tras recorrer en coche una larga recta flanqueada por muros de piedra que hace algunos años guardaban una densa chopera. Recuerdo que aquellos magníficos chopos llegaban a tocarse a ambos lados de la carretera, como queriendo formar un dosel sombrío que diera la bienvenida al visitante.

Lo primero que encontramos es un monumento funerario de estilo neogótico levantado para albergar los restos de doña Gregoria de la Cuba y Clemente, dama benefactora del siglo XIX que cuenta con estatua sedente en el Parque de San Julián. Su fortuna se destinó a obras benéficas en el ámbito educativo. El panteón tiene un aire romántico y misterioso guardado celosamente por dos poderosos e imponentes cedros, uno del Himalaya (Cedrus deodara) y otro del Atlas (C. atlantica). Una fotinia (Photinia serrulata) completa la guardia. Una cancela impide el paso al visitante, y es una pena porque se pierde, entre otras cosas, el disfrute de un mapa de piedra en la misma entrada del panteón. El mapa representa los ríos de España y cuentan que un maestro, en la época en que había escuela y estaba ubicada junto al monumento, vertía agua sobre esta piedra para mostrar a sus alumnos el flujo del agua a lo largo de la piel de toro.

Pegado a este monumento funerario, un edificio con gran puerta de entrada sobre la que un letrero informa de su pasado uso como club social, centro de reuniones, juegos, cine, televisión. Y al otro lado los restos de lo que fueron las fábricas que dieron nombre a la aldea. El lugar surgió en 1613 junto al río Huécar, al amparo de un molino para fabricar papel fino construido por Juan Otonel, un industrial llegado de Génova acompañado por 30 personas con su maquinaria para el funcionamiento de la fábrica, para lo cual invirtió la cantidad de 12.000 ducados. En realidad, la fábrica de papel ya existía un siglo antes, pero el resultado era de peor calidad. Se cree que en aquella época no se conocía en España este tipo de elaboración del papel, por lo que se considera que fue esta la primera fábrica instalada en nuestro país. Una placa de cerámica colocada en la fachada de las viviendas en 1997 nos lo recuerda. La materia prima utilizada eran trapos que se maceraban para descomponerlos, se cortaban en tiras y se golpeaban con pesados mazos mientras una corriente de agua limpiaba las impurezas. Se mezclaban bien las fibras de la pasta resultante y, una vez escurrida, se cubría con paños de fieltro, se prensaban, secaban, encolaban y volvían a secar.

No fueron fáciles los comienzos de esta actividad industrial, como sucede con toda aventura emprendedora, ya que Otonel tuvo que luchar contra la oposición de la Mesta, organización ganadera que consideraba que el caserío su ubicó en terrenos de cañada. La aldea, un paraje recoleto y apacible, cuya paz se ve apenas perturbada por el tráfico y el rumor del agua, se completó con la construcción de otros molinos, casas, horno y ermita, y de ahí su nombre. En algún lugar del complejo fabril se guarda con esmero la placa conmemorativa de la visita realizada el 7 de junio de 1642 por el rey Felipe IV, tal fue la importancia que adquirió en aquel tiempo. Hoy resulta infructuoso buscar restos de aquella lejana y primitiva actividad. La estructura que se encarama sobre una roca, a la entrada de la aldea, es lo que queda de un molino harinero, luego destinado a palomar.

De camino hacia el puente sobre el río Huécar, donde comienza la ruta que nos llevará hasta Palomera, podemos observar, casi invadidas por la vegetación, las ruinas de lo que fuera el acueducto que conducía el agua hasta la fábrica para dar vida a los cuatro molinos que llegó a tener. El celo del hortelano nos impide acceder a esta construcción y debemos conformarnos con la distancia.

Antes de cruzar el puente descubro un pequeño reguero en cuyo borde se instalaron unas gastadas losas de piedra, para que las no menos sufridas mujeres hicieran su colada diaria hincando las rodillas en el suelo. Las losas permanecen ahora calladas y resignadas. Zarzas, rosales, tapiales de piedra oscurecida por el tiempo y cubiertas por clemátide, la hiedra que se aferra a la roca como si le fuera la vida en ello, nogales y huertos abandonados, tal es el cuadro que se dibuja al comienzo del camino.