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Entre Molinos de Papel y Palomera (y 2)
El rumor del agua se escucha al otro lado de la espesura, conformada por sargas y chopos, auténticos custodios de la ribera. En los claros se aprecian setos de majuelo ya sin hojas. En la ladera, espliego, enebros y agracejos comparten espacio con los escasos pinos que encontramos. Más adelante, la senda atraviesa un pequeño bosquete de repoblación formado por pinos y ciprés de Arizona, mezclados con guillomos y agracejos. En el lecho del río pequeñas formaciones travertínicas tratan de impedir el paso del agua. Unos mirlos huyen chillando despavoridos ante mi presencia.
Al final del barrio de La Regada, me desvío para visitar la pequeña ermita de la Virgen del Vadillo, sola, triste, vieja. Sospecho que la única alegría que se permite es la que le proporcionan en primavera los lilos que flanquean su entrada, una modesta puerta de arco de medio punto con una cruz de piedra en lo alto. Ni siquiera una humilde veleta o un simple campanario coronan su tejado a dos aguas.
A medida que avanzo, parece que la roca aspira a ser mi techo, como si quisiera envolverme, mas no deja de ser un vano intento porque la senda busca cuando puede el terreno abierto, donde campan las aromáticas y las aliagas. Majuelos, enebros, agracejos, guillomos y la siempre presente clemátide me dan una vez más la bienvenida cuando me acerco a las Chorreras del Garro. Aquí la roca se vuelve oscura por la presencia del agua, como anhelando enriquecer su fina capa de nutrientes para albergar una colonia de cincoenrama (Potentilla caulescens L.).
Desvío mi mirada hacia la otra ladera, donde se asoma, retador, al calor de la solana, el mirador de la Cruz Alta, por donde he de pasar a mi regreso, un punto del recorrido que parece desafiar a la gravedad. Poco antes de llegar a Palomera, la humilde senda por la que transito acude puntual a su cita con el camino que se descuelga desde la Sierra de la Pila y que también podría llevarnos hasta el Cerro del Socorro. Aquí, algunos saúcos, rosales y más zarzas salpican la verde ladera umbría que baja hasta el río, donde se observa la febril actividad del jabalí en su búsqueda de alimento subterráneo. Esto me hace recordar que es ahora, entre finales del otoño y comenzando el invierno, cuando este animal vive su frenética época de celo.
Más adelante, al otro lado de un recodo, una tenue columna de humo me anuncia la proximidad de Palomera. Mis pasos me acercan a la iglesia de los santos Justo y Pastor, del siglo XV. Lo primero que llama la atención de esta pequeña iglesia rural es su ubicación: lejos de buscar el lugar más alto y destacado, como ocurre en la inmensa mayoría, esta iglesia se ha insertado entre las casas, ha sabido rodearse de la gente, parece cercana. La puerta exterior es de sabina tachonada de artísticos clavos de hierro, pero, aunque la madera es de aquí, no lo es el artesano, como si aquí no hubiera carpinteros capaces de tal obra. Esta puerta está coronada por una misteriosa “f”, también presente en el llamador, y da acceso a un pequeño jardín y a la verdadera entrada de la iglesia, adornada con la misma “f” y protegida por un amplio atrio.
Paso por el Ayuntamiento y desde aquí inicio la subida a las Eras Altas, un conjunto de ancestrales edificaciones serranas destinadas al trabajo del cereal. Las eras abandonadas yacen ahora cubiertas de hierba, y unos pesados rulos de piedra aguardan inútilmente a recuperar el giro infinito al que estaban destinados. Alguno de estos viejos pajares debe tener reservado su oscuro interior para guardar un grupo de ruidosas gallinas.
Me encuentro, por tanto, en la solana, la ladera que me observaba curiosa en mi camino de ida. La presencia de tomillo, romero, espliego, salvia y aliagas es abrumadora, y ya se percibe la compañía del quejigo. Es una senda hollada no solo por la suela del caminante, sino por el caucho de las motos. Ejemplares de sabina negral y enebro de la miera, en competencia con el enebro común, salpican la ladera. Rodales de encina proyectan una fugaz sombra sobre el sendero.
Me acerco ahora al mirador de la Cruz Alta para disfrutar embelesado del fascinante paisaje. En esta época los chopos desfilan desnudos y sin color, por lo que me propongo volver en otra época más propicia para recrearme a costa del espectáculo cromático. Y, sin embargo, la vista es admirable. Tras una breve pausa, continúo la marcha por un camino seco y pedregoso, y a pesar de todo observo cómo un brote de quejigo se resiste a amarillear al amparo de una mata de tomillo.
Al llegar a la parte superior de Molinos de Papel vuelvo a contemplar todo aquello que me recibió al principio: la carretera guardada por muros de piedra, el panteón, la ermita de San Antonio, el viejo molino harinero, el acueducto… Por las calles de la pedanía, todo gira en torno a la familia de la Cuba y Clemente: la plaza mayor, la fuente, la vida tranquila…