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La Hoz Chiquilla
Bonito nombre el que alguien ha adjudicado a un paraje tan cercano a la ciudad como desconocido. En la falda sur de la Sierra de la Pila, asomada a la anchurosa vega recorrida por el pequeño río Moscas a su paso por La Melgosa y Mohorte, se abre esta humilde hoz con forma de hoz, paralela y hermana mayor de la de San Miguel, por donde inicio este nuevo camino.
Los primeros pasos recorren el Ardal, una paraje lleno de encinas y pinos que antaño debió servir como dehesa para el ganado. El Diccionario de la Real Academia de la Lengua no recoge este término, pero sí el vocablo arda, una de cuyas acepciones dice que es una ardilla. Deduzco, por tanto, que un ardal debía ser entre los antiguos serranos un lugar poblado de ardillas. Poco a poco llegamos hasta la entrada de la hoz, custodiada por la ermita rupestre de San Miguel, encaramada estratégicamente en la roca. Al otro lado nos espera el silencio, apenas quebrado por algunas aves que se resisten a dejar este resguardado paraje.
Una estrecha senda zigzaguea en el fondo de la hoz, flanqueada por encinas, quejigos, arces y pinar. En la vertiente solana del barranco encontraremos tres soberbios refugios rocosos que los esforzados pastores serranos —¡bien sabían ellos dónde resguardarse!— han aprovechado desde tiempo inmemorial para descanso y solaz de su ganado. Destaca en el segundo de ellos una impresionante columna travertínica que el agua ha formado pacientemente, gota a gota, desde el techo hasta el suelo.
Ya en el tercero, protegido por una densa barrera de arbustos espinosos, el caminante hallará la forma de ascender fácilmente hasta la cúpula de esta arrogante catedral caliza, desde donde el espectáculo que se ofrece a la curiosa mirada del observador es difícil de reflejar con palabras. Tras un momento para la contemplación, dirigimos nuestros pasos hacia el noroeste al encuentro de una pequeña senda que nos llevará hasta el origen de la Hoz Chiquilla.
Una tupida vegetación ahora dormida de avellano, encina, rusco, sabina negral, aligustre, enebros y más arbustos espinosos nos espera abajo. Viendo la vida abigarrada que deben compartir estas plantas, allí donde el sol no lo tiene fácil para derramar su luz, cabe preguntarse cómo se arreglan para sobrevivir. A menudo el único testimonio de que allí hay vida en movimiento son los sonidos que regalan los pequeños habitantes alados de la hoz. La luz justa y una humedad que tarda más en escapar de este paraje pueden tener la respuesta.
De los paredones rocosos cuelgan deshilachadas madejas de cincoenrama y zapatitos de la virgen con las hojas secas. El agua que lentamente llora la piedra golpea el suelo. En el silencio del barranco, apenas roto por leves trinos de carboneros y herrerillos, esas gotas parecen pisadas rompiendo ramas secas. Un abrigo rocoso para el ganado que en algún tiempo quiso ser tiná sorprende al caminante por tratarse de un lugar de difícil acceso. Las clemátides trepan hacia lo alto y la hiedra se arrastra por el suelo tapizado de pasto y musgo.
A medida que avanzo el romero gana entidad. Algunas matas ya se visten de flor esperando la benéfica llegada de los primeros polinizadores.
Una pequeña zona de tierra negra y desprovista de vegetación indica un pasado lejano en el que por estos lares hacían su trabajo los esforzados carboneros. Por aquí y por allá la sabina muestra su poco vistosa flor aspirando a ser la que abra la temporada de alergias. De pronto, un empinado tobogán calizo parece invitar a no seguir el camino, pero no hay tal. El caminante sortea el obstáculo y ve nacer una senda; poco a poco la hoz se va abriendo. Por las huellas que se descubren, compartimos la trocha con motos, y más adelante, antes de llegar a los primeros sembrados, el camino se hace practicable para cuatro ruedas, los enemigos del reparador silencio que dejamos atrás.