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Por cañadas del Alto Tajo
Un sábado de octubre. Incursión por la Cañada de las Tablas, por casi 10 km de camino pedregoso, duro, interminable, casi tanto como el bosque que lo ciñe, terreno abonado para el pino albar y el acebo, que se nos ofrece adornado con perlas rojas. A pesar de tratarse de una pista forestal, cuenta con señales de tráfico que tal vez recuerden un mayor trasiego. Paso de largo por el Collado Manchego, un parche llano en medio de tanta hondura y hosquedad. Desde aquí puede apreciarse la inmensidad del valle al que me dirijo. Nadie sabe dar cuenta del origen de su nombre, pero aventuro que alguna relación debe tener con la remota actividad ganadera de esta comarca y sus ancestrales viajes a tierras manchegas.
Por fin dejo el coche en el Collado del Escorial, en el cerro del mismo nombre, que me genera otra duda. Ignoro si algo tendrá que ver con la industria del hierro en la cercana localidad de Vega del Codorno, ya casi borrada de la memoria de sus gentes. Abajo, observado por escarpes rocosos asomados al abismo, se intuye al artista que ha cincelado este valle: el Tajo. Nada más comenzar mi andadura, el eco lejano de la berrea me llega como si estuviera ahí mismo, tal es la fuerza sonora de este espacio.
Tilos en la bajada al valle.
La senda que baja la abrupta ladera es de herradura, borrada en algunos tramos por la vegetación y la falta de uso. La pendiente, orientada al Este, es vertiginosa. A punto de culminar el descenso, tejos, avellanos, tilos, arces y el suave murmullo del joven río reciben al caminante. Los ciervos siguen atareados. Junto al agua, el suelo se ve tapizado de hierba, y eso enmascara el sonido de mis pasos. De vez en cuando, como siempre, me detengo para escuchar el silencio. ¡Cuán a menudo damos la espalda a estos sigilos envolventes que tanto bien nos hacen!
El joven Tajo
El río me acompaña —o yo a él— hacia el Sur, siguiendo una frontera natural con la provincia de Guadalajara, hasta una pronunciada curva donde recibe al barranco de la Cañada del Tormo, así llamada por proceder del Tormo de Cañaveras, al que llegaré pronto.
Vidas paralelas.
Este barranco es, ante todo, un curso de piedras quietas y silencio. En algunos trechos un medroso hilo de agua casi testimonial se estanca entre las piedras y apenas se atreve a saltar tímidamente entre ellas. El arce de Montpellier —¡cómo me gusta este árbol!— se afana en poner una nota de color otoñal al interminable océano verde del pino silvestre.
Arce de Montpellier
La senda termina nuevamente en la Cañada de las Tablas, en la cerrada curva donde se encuentra el Tormo de Cañaveras, que ni parece tormo y está en Cañaveras. Pero este lugar alberga una curiosidad: es el límite de las cuencas hidrográficas del Tajo y del Júcar, que es como decir el límite entre las vertientes atlántica y mediterránea. Y es que unos 100 metros al sureste de nuestro tormo ya encontramos el anuncio del Parque Natural de la Serranía de Cuenca, cuyo principal promotor nace allí cerca.
Tormo de Cañaveras
Solo queda retomar el camino empedrado de la Cañada de las Tablas para regresar al punto de partida, dejando casi a tiro de piedra la cumbre de San Felipe y el Nacimiento del Río Cuervo, pasando por la Casa Forestal del Ojuelo y admirando las extensas praderas de la Cañada Real de Alcudia a Tragacete, que nos recuerdan otro tiempo en que la ganadería sustentó a toda la comarca.
La cañada