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Por la Cueva del Boquerón y La Modorra
A veces, para subir hay que bajar. La historia de este viaje por la montaña conquense comienza en algún punto del camino que se dirige a la Fuente de las Tablas, desde donde tomamos un camino hacia el Oeste buscando el barranco que desciende hasta la Cueva del Boquerón. Son las primeras horas de una fría mañana de diciembre y el suelo pedregoso cruje bajo nuestros pies como si estuviéramos pisando placas de hielo. No deja de asombrarnos la pertinaz resistencia de pinos, sabinas y enebros a las inclemencias invernales, como tampoco lo hace la testarudez de algunos animales que se empeñan, por fortuna, en quedarse con nosotros un invierno más, como iremos comprobando a lo largo de nuestra ruta.
A poco de iniciar la marcha, los primeros en llamar nuestra atención son unos buitres de vuelo bajo y cansino. Como queriendo ser invitados a un posible festín, nos dirigimos hacia ellos tratando de averiguar el motivo de su reunión. Dice Ralph Waldo Emerson que el lenguaje es uno de los usos que la naturaleza pone a disposición del hombre, pero aún no sabemos cómo decir a los buitres que no tienen motivos para huir de nosotros. Encontramos unos cuantos perchados en las ramas retorcidas y desnudas de unos pinos, y poco a poco, uno tras otro, levantan el vuelo pausadamente, como si les costara un trabajo enorme hacerlo, a medida que nos acercamos a ellos. Nos quedamos, pues, sin saber qué les trajo hasta aquí desde sus soleados posaderos en los cercanos cortados de la Muela de la Madera, y retomamos nuestro camino.
El descenso por el barranco es suave, probablemente uno de los pocos lugares por donde pueda hacerse, ya que el pequeño Arroyo del Boquerón está bien guardado por infranqueables muros de calizas tableadas. Pero finalmente alcanzamos nuestro primer destino. No esperaba en esta época del año ver tanta agua saliendo de la Cueva del Boquerón, pero ya desde media ladera se intuía el rumor de la corriente y el júbilo de saltos y cascadas.
No es esta la cuna del arroyo, que se encuentra cerca de la Casa del Prado de los Esquiladores, pero es una surgencia espectacular que aún está pendiente de su total exploración. Damos rienda suelta a la cámara de fotos y a nuestros sentidos, y tras unos minutos de descanso continuamos el viaje.
Muy cerca de la desembocadura de estas alegres aguas en el Boquerón, a la izquierda, hay un barranco de empinada cuesta recorrido por una estrecha senda. ¡Qué bueno es que alguien te vaya dando ánimos, porque la cuestecita es más brava que la de Botes! Un trepador azul parece reírse de mi fatiga. Dos gamas rehúyen nuestra presencia, y también se alarman arrendajos y carboneros. Por aquí, llegamos a la Casa Forestal del Prado —que nada tiene que ver con la de los Esquiladores—, junto a la carretera que conduce a Uña por la Fuente del Arenazo. Pronto dejamos el asfalto para tomar el camino de ascenso —otro más— a La Modorra, un camino que se hace senda en la falda del monte. Sí, es bueno que haya alguien cerca para reforzar los ánimos que flaquean.
Pero el esfuerzo vale la pena. El día es soleado y el aire se muestra limpio y transparente. La visión que se despliega desde la cima ante nuestros ojos es fabulosa, difícil de describir. Sobre un océano en calma de pinares interminables, Uña se planta al sol como haría un turista dominguero en cualquier terraza de bar. Pero lo hace en compañía de su inseparable laguna y escoltada por las portentosas moles calizas de la Muela de la Madera, radiantes al sol de invierno. De frente, al oeste, la Sierra de Valdecabras, con el Puntal del Cuerno en destacada avanzadilla, como si quisiera salirse de la formación para llegar antes a nuestro encuentro. Al sur y sureste yace la ondulada inmensidad del bosque, solo interrumpida por los cortados del Boquerón. Y allá lejos, casi perdida en la vastedad del pinar, se adivina la Casa del Prado de los Esquiladores, por delante de Tierra Muerta. La hemos localizado por la planicie blanca donde habitualmente se posan los helicópteros del retén de incendios. ¡Cómo necesita la Serranía a esta gente! Seguimos recorriendo el paisaje infinito con la mirada y descubrimos el Albergue de la Fuente de las Tablas, bien protegido por el triángulo formado por La Modorra, Cabeza Gorda y Monteagudillo. Y al noroeste, dibujando una línea irregular de altibajos, los grandes señores de las cumbres serranas en perfecta formación de revista: San Felipe, La Mogorrita, La Cruceta y Collado Bajo.
Volvemos a bajar para emprender el regreso, esta vez tomando el camino que muere junto a la desembocadura del Boquerón en La Toba. Y una nueva ascensión hasta Las Tablas. Mientras tomamos un breve descanso junto a la remodelada fuente, recordamos nuestras primeras acampadas en aquel lugar, los baños en la balsa que aún perdura más abajo, ahora cubierta de algas y olvido, o aquel viejo pastor que nos regaló una cuerna de ciervo metida en un raído saco.