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Ahorro y eficiencia
La vida sobre este planeta está preñada de claroscuros, engañosas luces y sombras. Al menos, la vida humana. Vemos a las mujeres del Sahel recorriendo varios kilómetros para encontrar algo de agua, desafiando los peligros de la guerra, mientras nosotros solo tenemos que abrir un grifo y dejar que corra, con frecuencia inútilmente. Allí observan con impotencia cómo el lago Chad ha perdido más del 95% de su capacidad en los últimos 60 años, mientras aquí pasamos con indiferencia ante una lámina de agua, aunque se trate de un minúsculo embalse como La Toba, algo que aleja bastante de la conciencia ciudadana el problema del agua.
Existen indicios de una visión algo más optimista cuando nos dicen que, poco a poco, nos vamos sensibilizando al respecto por medio de pequeños gestos cotidianos, actitudes que podemos encontrar en numerosas guías —aquí un ejemplo—. Aunque hemos de reconocer que todavía seguimos observando ciertas acciones negativas —buscamos el hotel con la mejor piscina, gastamos en esa casa rural el agua que no seríamos capaces de derrochar en casa, encendemos la chimenea con la calefacción encendida…—. Lo dicho, luces y sombras. ¿Conviene entonces ser apocalípticos o mantener la esperanza? Tal vez sería mejor buscar el término medio en un realismo bien informado.
A la intervención humana se une la crisis climática. Sin profundizar en demasiados datos farragosos, digamos que se espera una reducción del 15% de lluvia, y que lo que caiga será de forma torrencial; habrá más olas de calor; los periodos de sequía serán más frecuentes y un 5% más largos; las reservas de los acuíferos no serán ajenas a esta situación: disminuirán unos 3.000 hm3 al año. Hasta aquí, lo básico, sin contar con las nefastas decisiones de algunos gobiernos y el negacionismo.
Con el fin de minimizar los impactos ambientales, económicos y sociales de eventuales situaciones de sequía, como la que estamos atravesando, cada cuenca hidrográfica elabora, según la Ley 10/2001, de 5 de julio, del Plan Hidrológico Nacional, lo que se conoce como Plan Especial de Sequía (PES), cuya periódica revisión y publicación apenas despierta el interés de los medios de comunicación y los ciudadanos. Un PES regula la actuación en situaciones de alerta y eventual sequía. El del Júcar, por ejemplo, recoge, entre otras cosas, el riesgo y la vulnerabilidad como consecuencia del cambio climático, un recorrido por las sequías históricas, las medidas de gestión para mitigarlas, los impactos de una sequía o los planes de emergencia para sistemas de abastecimiento.
El problema añadido es que ha aumentado el consumo de agua y cada vez se riega más, a menudo, a destiempo. Es paradójico decir que el agua es un bien escaso en un planeta donde el 70% es agua. La desalación fue “descubierta” en cierto modo durante la sequía de 2008. Ahora conviene descubrir y explotar el concepto de la recuperación o regeneración del agua, ya sea depurada o desalinizada.
Como el Plan Hidrológico Nacional o los planes especiales de sequía, seguramente, no forman parte de nuestras lecturas favoritas, habrá que ir a lo cotidiano. ¿Qué podemos (debemos) hacer? Se presenta como urgente un cambio de modelo en el uso del agua. No la veamos como un recurso, sino como un derecho. Habría que evitar esas actividades de ocio y esos cultivos que requieren gran cantidad de agua, planificar a qué hemos de destinar el agua, protegerla desde el origen, no contaminar, apostar por el ahorro y la eficiencia en el consumo, confiar en la voz de la ciencia, frenar la consolidación de aquellos partidos políticos que no contemplan medida alguna en si ideario para luchar contra las crisis climática. O eso o nos vamos mirando en el espejo de algunos pueblos de Cataluña, que ya se ven obligados a prohibir el llenado de piscinas (1) o a destinar decenas de miles de euros cada día para disponer de agua traída en camiones.
(1) La localidad de Vacarisses, cerca de Barcelona, cuenta con más de 1.500 piscinas para una población de 7.000 habitantes. España tiene una piscina por cada 37 habitantes.