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Competencia compartida
Quizá no seamos plenamente conscientes de las bellezas que nos esperan en nuestros encuentros, acaso breves, con la naturaleza, especialmente en dos momentos del día, el amanecer y el atardecer. Seguro que tales ocasiones nos van a deparar emociones e intensas vivencias que van a permanecer por mucho tiempo en nuestra memoria. Lo sabemos, a pesar de que prodigamos poco tales citas, acaso porque somos conscientes de que siempre correremos el riesgo de que algo venga a romper el hechizo.
Hay gente caminando, corriendo, en bicicleta. La senda zigzaguea junto al río, en la base de la colina. El bosque está tranquilo, despejado, con una resonancia todavía invernal. Los pinos de la ladera se inclinan en precario equilibrio como asomándose para buscar su reflejo en el río en actitud narcisista. Son árboles que se nutren de luz y terquedad, dejando el espacio entre ellos para trinos y silencios. Pero ciertas cosas no deberían formar parte del paisaje.
Estamos cansados. De verlo, de sufrirlo, de decirlo. Algunos vamos recorriendo trochas al tiempo que tratamos de agudizar la vista y los demás sentidos para descubrir huellas, señales, sonidos, aromas. Y nos tropezamos con latas, botellas, papeles, plásticos y otros objetos que nos empeñamos en arrojar de forma displicente al suelo. No eran estos los rastros que andábamos buscando, ni son los obsequios que la tierra desea recibir, pues no la fertilizan ni embellecen. Si ella pudiera levantarse, nos cogería de la pechera para decirnos que no tenemos derecho a llamar “guarros” a otros animales. Algunos ingieren tales “tesoros” sin saber que eso que convierten en deliciosa pitanza no es otra cosa que aquello que nuestra especie considera un desperdicio y descarta donde se le antoja.
Los residuos de los que nos deshacemos con semejante soltura y desparpajo son extras indeseables. Y no pensemos que el campo tiene la exclusiva de estos dones. La ciudad entra en liza en esta dura competición y ocupa un lugar destacado. Sí, hay papeleras, tal vez no tantas como sería deseable. Muchas de ellas muestran orgullosas su contenido de latas y botellas, incluso a escasa distancia del contenedor correspondiente. Por cierto —vaya este comentario en favor del ciudadano—, a veces se tarda demasiado en desocupar estos contenedores, demostrando así que vamos más rápido que los responsables de hacerlo.
Y qué decir del suelo. Meadas, vómitos, escupitajos y otras exquisiteces se unen a colillas de cigarrillos, papeles y plásticos de todo tipo. No me creo que, tanto en el campo como en la ciudad, se trate de objetos que se han caído de forma involuntaria. ¿Cómo ha llegado una cajetilla de tabaco al asfalto de una carretera? ¿Alguien pretende convencernos de que se le ha caído sin darse cuenta? Y, cómo no, las inexorables cacas de perro, inevitables si andamos algo distraídos. A veces dan ganas de colocar una pegatina junto a cada caca: “¡Así no! Perro, educa a tu amo”.
Queremos el colorido armónico de los pájaros correteando por aceras y caminos, perchados en las ramas de nuestros árboles en campos y parques. Queremos ver el babero rubicundo del petirrojo en el soto, escuchar el repiqueteo del picapinos en el chopo, observar el inquieto vuelo de las lavanderas de una orilla a otra del río y posándose sobre las piedras, seguir con la mirada la sombría silueta del mirlo y el brillante plumaje irisado del ánade azulón cortando la lámina de agua, a ser posible sin que haya plásticos prendidos en las riberas ni extraños objetos flotando o encallados en una roca a pesar de la corriente.
Queremos ver a la nutria sacando la cabeza del agua y adivinar por dónde volverá a aparecer, o contemplar a hurtadillas a la garza, que parece mirarse presumida en el espejo del río cuando, de pronto, dispara su pico para atrapar un pececillo. Queremos que lo único que caiga de nuestras manos al río sean migas de pan para alimentar a los peces, que lo único que echemos al entorno sean fotos o miradas desconcertadas por la belleza natural, que sean las personas quienes controlan a sus mascotas y no al revés, que de nuestros labios solo nazcan expresiones de admiración ante la presencia de otras vidas que anhelan rodearse de espacios limpios. Queremos que el entorno siga dándonos fuerza e inspiración para pasear, reflexionar, sentir que realmente formamos parte de la comunidad de vida. Y eso no se logra ornamentando la naturaleza con nuestros desechos.
La conservación de la naturaleza, incluyendo los espacios urbanos que compartimos, requiere de grandes esfuerzos que exigen la colaboración de todos, pues a todos beneficia. Hemos de mantener inalterable un patrimonio común para seguir disfrutando de su riqueza y admirando su belleza. El buen estado de las calles, parques y jardines también nos interesa, y no es responsabilidad exclusiva de la administración. Solo es preciso que pongamos algo de nuestra parte si queremos seguir viviendo emotivos instantes de estrecha relación con la naturaleza.