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El sueño de Alejandría
Me ocurre pocas veces, pero en esta ocasión he encontrado serios problemas para ver qué categoría le iría mejor a este artículo. Podría ser Historia, pero me temo que el tema es demasiado actual. Tal vez Educación, pero no me gusta escribir sobre la mala educación —aunque, bien mirado, la temática da para varios libros—. Quizá Libros, pues haré referencia a una extraordinaria obra que trata precisamente de libros y bibliotecas en la Historia, un tratado que merece una detenida lectura por el calamitoso protagonista de este relato. Finalmente he optado por incluirlo en Valores, que buena falta le hacen al susodicho. Bueno, que cada cual juzgue tras leer estas líneas.
Comenzamos viajando en el tiempo a los primeros años del siglo III a.e.c. Unos decenios antes había muerto Alejandro Magno, para quien el mundo parecía pequeño, fundador, entre otras, de la ciudad de Alejandría, en el delta del Nilo. El rey de Egipto, el Señor de las Dos Tierras, poderoso señor, anhelaba cumplir su mayor deseo: conseguir todos los libros del mundo para la gran biblioteca de Alejandría, la absoluta y perfecta (1). Daré por hecho que nuestro glorioso protagonista, que llamaré C, sabe lo que es un libro —no quisiera pecar de optimista—, pero le recordaré, no obstante, que una biblioteca es ese lugar donde se adquieren, conservan, estudian y exponen libros y documentos, también donde se ordenan para la lectura, según el diccionario de la RAE, por cierto, otro libro. Por desgracia, la biblioteca de Alejandría fue destruida, no se sabe bien si víctima de un incendio en época de César, de la hostilidad de los cristianos o de los conquistadores musulmanes.
Biblioteca de Alejandría
La cuestión es que, por increíble que parezca, hubo un tiempo en que la cultura y su divulgación ocuparon un lugar importante en la mente de los gobernantes. Avancemos en nuestro viaje. Unos decenios antes de la era que vivimos, un militar carismático —a la vez que político sin escrúpulos, como C— dio un importante paso en favor de la cultura popular fundando la primera biblioteca pública de Roma, según cuenta Irene Vallejo. Cabe pensar que no fuera este el motivo por el que fue repetidamente apuñalado por un grupo de senadores. Se trataba de Julio César, que encargó al sabio Marco Varrón la adquisición y catalogación de los libros. Por entonces eran necesarios los conocimientos de un sabio para desempeñar tarea tan delicada e importante, algo que hoy día hacen los archiveros y bibliotecarios, otro detalle que ha pasado desapercibido para el amigo C. Tras Julio César, mandó construir Augusto otras dos bibliotecas públicas, con estancias diseñadas para ofrecer un ambiente amplio, bello y acogedor.
En fin, siempre ha habido gobernantes con la suficiente sensibilidad para fomentar la cultura de sus pueblos. Los emperadores Tiberio y Vespasiano se cuentan entre ellos. Y el primer emperador romano nacido en Hispania, Trajano, también contribuyó con la construcción de otra biblioteca, con dos edificios entre los que se levantó la gran columna que aún puede verse en el foro monumental, una especie de relato gráfico de las hazañas de Trajano. 240 años después Roma ya contaba con 29 bibliotecas. Cultura al alcance de cualquier ciudadano.
Biblioteca de Trajano
Por supuesto, la Historia ha dado su cuota de sátrapas y terroristas de la cultura. Recordemos, por ejemplo, la quema de libros que siguió a la toma de Constantinopla por los cruzados en 1204; o el Index librorum prohibitorum (Índice de libros prohibidos), una lista de aquellas publicaciones que la Iglesia católica catalogó como heréticas, inmorales o perniciosas para la fe y que los católicos no estaban autorizados a leer; o la quema de libros en 1933 en la Bebelplatz de Berlín a instancias del ministro de propaganda Joseph Goebbels; o el incendio y destrucción de la biblioteca de Sarajevo por la artillería serbia durante el cerco de la ciudad en la guerra de Bosnia-Herzegovina, entre 1992 y 1996; o el incendio de la biblioteca de Bagdad, en 2003, ante la pasividad de las tropas estadounidenses.
Y en pleno final del primer cuarto del siglo XXI nos encontramos con C, (i)responsable de la cultura de un lugar que no se merece tal dirigente, que, chapoteando como un niño en el charco de la barbarie, el subdesarrollo neuronal y la estulticia cultural, decide eliminar documentos y libros de su archivo municipal sin dar opción a que lleguen a manos de gente interesada en conservarlos, no vaya a ser que alguien piense que esto es un mercadillo de tres al cuarto. “Quien quiera libros, que vaya al vertedero”, es su máxima, fiel seguidor del camino marcado por los censores gubernamentales de la novela 1984, de George Orwell —¿se la habrá leído?—, que borran toda huella de literatura molesta arrojándola a una incineradora que llaman “el agujero de la memoria”. Los ciudadanos con sensatez y hambre de libros y cultura deberían conocer la catadura moral de ciertas mentes malogradas que insultan al ayuntamiento con su sola presencia, individuos que el texto más largo que han tenido en sus manos ha sido, probablemente, un programa electoral que tal vez ni han leído ni han tenido la menor intención de cumplir.
¿Es este el destino más apropiado para la cultura según algunas mentes que velan por el futuro de una sociedad?
En su intento por mostrar un hipócrita interés en el patrimonio histórico y cultural de sus conciudadanos, les miente y defrauda su confianza. El viaje hacia la cultura no puede ser dirigido por alguien que no cree en la cultura, por quien va contra la cultura. Tal vez convendría a esos ciudadanos dar un golpe en la mesa y presionar a quienes manejan desnortados el timón.
Comprenderá quien esta crónica lea que la necesaria prudencia invite a no desvelar más detalles sobre el populoso lugar y el desaprensivo personaje de esta historia, tan real como propia de pasados tiempos oscuros. Acaso tampoco importe hacer referencia al color del gobierno local —blanco, negro, amarillo… ¿qué más da?, aunque sorpresas da la vida—. De cualquier modo, el mejor regalo que podrían hacerse sus ciudadanos sería archivar a este singular ejemplo de insensatez en el estante de los casos dignos del mayor desprecio.
En la época actual, allí donde persiste el control por mentes cerradas a cal y canto por contundentes aldabas, vuelven los libros a vivir tiempos difíciles, la cultura se desmorona, el sueño de Alejandría corre peligro, los archivos y bibliotecas son reinos para el polvo y el abandono, sobran razones para el pesimismo. ¿Qué futuro nos espera si dejamos que los libros tengan al vertedero como destino, la solución final nazi?
El fin de las ideas y el conocimiento.
Aunque, bien mirado, como dice Irene Vallejo —otra vez ella—, “a lo largo de los siglos, estos cofres de palabras [los libros] han sobrevivido a guerras, dictaduras, sequías, crisis y catástrofes”. Una ventana se abre a la esperanza.
(1) Vallejo, I. (2021). El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Siruela, Madrid.