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Enfermedad del vacío

Valores

“El suelo es uno de los bienes más preciosos de la humanidad. Permite la vida de los vegetales, de los animales y del hombre sobre la Tierra”. Así dice el primer punto de la Carta del Suelo que el Consejo de Europa sacó a la luz en 1972. Cuatro años antes se proclamó la Carta Europea del Agua, que dice, entre otras cosas, que “sin agua no hay vida posible. Es un bien preciado, indispensable a toda actividad humana”. Lo que comemos y gran parte de lo que construimos y de lo que vestimos estaba antes en la Tierra, está hecho con recursos procedentes del suelo que pisamos. Pero hay un pequeño mundo, el rico, empeñado en su degradación, y un gran mundo, el pobre, abocado a soportar las consecuencias. Tal vez sea esta una de las razones por las que las mentes pensantes de Naciones Unidas propusieron en el año 2000 alcanzar los que dieron en llamar Objetivos de Desarrollo del Milenio. Ocho son, entre los que figura con el número 7 “Garantizar la sostenibilidad del medio ambiente”. Y mucho me temo que, si nadie lo remedia, ocho seguirán siendo por los siglos de los siglos, pues en lo que se refiere a voluntad real de resolución de problemas andamos algo escasos.

Seis años antes la Asamblea General de Naciones Unidas declaró el 17 de junio como Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía. Dicen que esto de los días mundiales e internacionales sirve para generar sensibilización entre la opinión pública ante la problemática social, ambiental y de todo calado. Mi convicción sobre este asunto está bajo mínimos. ¿Por qué tenemos que dedicar un día a los desiertos y el resto del año a olvidarnos de ellos o hacerlos más grandes? Sí, podríamos dedicar varios artículos a la desertificación, vía libre hacia el desierto por causas humanas, que no es lo mismo que la desertización, con el mismo destino, pero por causas naturales. La degradación y pérdida de nutrientes de la cubierta vegetal tiene su origen en los usos inadecuados o abusivos de los suelos. Y sí, el hombre se ha convertido en agente desertificador de modo directo y de primer orden. Tal vez tendríamos que dedicar unas líneas a la escasez de agua y decir que más de mil millones de personas en todo el mundo carecen de acceso al agua potable, mientras que más de dos mil millones no tienen red de saneamiento. Que esa misma cantidad de seres humanos tienen menos de los 50 litros diarios de agua necesarios para llevar una vida mínimamente digna —beber, asearse, cocinar—, o que en 2050 esa cifra se puede duplicar; entre tanto, en muchos lugares del mundo “civilizado” y desarrollado estamos consumiendo —y derrochando— agua gratis o a bajo precio.

También podríamos hacer referencia a las consecuencias del crecimiento de los suelos empobrecidos, consecuencias económicas, sociales, sanitarias, ambientales, políticas… Aquí se nos descarga la conciencia cuando nos dicen que en España está creciendo la superficie forestal, tal vez como resultado del abandono de la actividad agrícola. Alguien podría pensar que es bueno que eso pase, bueno para los bosques, pero se equivocaría porque no se trata de una cuestión de cantidad, sino de calidad. Queda mucho por hacer, especialmente en lo relativo al abandono del medio rural, otro tipo de desertificación del que pocos se acuerdan, un desierto que debería ocupar y preocupar más porque de ello depende en gran medida el estado de salud de nuestros bosques y demás ecosistemas. Basta hacer un breve recorrido por cualquier pueblo y sus alrededores para confeccionar un exhaustivo inventario de ruinas que dan fe de la decadencia, el abandono y la indolencia. Cuando se contempla la belleza solitaria de estas construcciones, uno trata de formarse una idea fugaz de cómo debió ser la vida de las gentes que habitaron estos lugares, espacios ocupados en algún momento por familias que tuvieron que marchar, quién sabe si voluntariamente o por la fuerza de los tiempos cambiantes. Las piedras que ahora se amontonan desordenadas, o en un ordenado caos, aún conservan una memoria y anhelan una recuperación.

Esas ruinas apenas quedan habitadas por hierbas y matorrales espinosos, se han convertido en plácido hogar para la maleza. La Naturaleza recupera tarde o temprano lo que le fue arrebatado por el hombre, y lo hace a su manera. Mientras, los pueblos se despueblan. Son víctimas del tiempo. Más aún, del desinterés y la desidia. Peor incluso, los pueblos se desertizan por culpa del desierto que tienen por cerebro muchos de quienes rigen sus destinos. Padecen lo que podríamos llamar la “enfermedad del vacío (mental)”. A veces conservar es tan importante como construir. ¿No sería eso bueno para el entorno? ¿No valdría la pena estudiar y preservar los conocimientos tradicionales, esos que nos obstinamos en considerar llamativos, rudimentarios y superfluos? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo entender que el conocimiento ecológico tradicional es la base de su identidad cultural? La sabiduría popular importa a la sociedad rural, es la base de su supervivencia, pero también interesa a todos porque supone nuestra raíz, de ella también bebieron nuestros ancestros. La gente del mundo rural es sabia en el uso de los recursos naturales y en su asociación con el bienestar y la salud. Su conocimiento de la biodiversidad nos saca de apuros en repetidas ocasiones. Si no sufrieran la “enfermedad del vacío”, harían bien los gestores políticos y de los espacios naturales en buscar la complicidad de esta gente para lograr la mejora de los ecosistemas y los paisajes. Cuando a alguien se le ocurrió parir la palabra sostenibilidad creyó haber descubierto lo nunca visto, sin darse cuenta de que la población rural lleva milenios practicando sus principios. ¿Qué clase de sostenibilidad tendremos si la “enfermedad del vacío” se propaga y el desierto humano gana posiciones en nuestros pueblos? Definitivamente el ser humano, al menos quienes ostentan un estupendo desierto por cerebro, es un gran promotor de maleza.