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Indiferencia
Poco que ver con el amor a la Naturaleza tiene la indiferencia, es más, podría decirse que son términos antagónicos. Indiferencia es no sentir el dolor ajeno, la ausencia del otro —sobre todo si es diferente—, el problema que no nos afecta —o eso creemos—. Indiferencia es ausencia de sentimientos, y esto es lo más impropio y alejado de quien ama las cosas que le rodean, el aire que le envuelve y la vida que le acompaña en su caminar vital. Por eso, quien ama la Naturaleza, quien siente atracción vital por su derredor de forma global, abierta, completa, no siente indiferencia por las cosas que forman parte de su entorno.
Cualquier catástrofe o guerra, cualquier forma de violencia o barbarie, la pobreza, el hambre —que son formas descaradas de violencia—, la tristeza, el sufrimiento… lo que sea que afecte al entorno, por muy lejos que se encuentre, genera de forma inmediata una fuerte reacción de empatía en quienes aman la Naturaleza. La sensibilidad no es patrimonio de quienes se ponen unas botas de campo con mayor o menor frecuencia, o de quienes se cuelgan unos prismáticos, sino de quienes son capaces de cambiar su piel por la de otros. Ahí encontramos la importancia de la labor realizada por tantas personas que se movilizan de manera altruista para buscar el bienestar ajeno.
Esta imagen y la siguiente reflejan la protesta de unas familias, las de Puente de Vadillos, por el posible cierre de su escuela.
En estos momentos tan difíciles algunos miembros de la especie humana viven —malviven— contagiados por la indiferencia. Tienen la desgracia de no sentir la mínima empatía por la desgracia ajena. La última reunión que tuvimos en la escuela debió servir para poner al corriente de todos sobre la que se nos viene encima, pero de forma especial sobre el drama humano y profesional que va a afectar a algunos compañeros y compañeras por las últimas medidas de un gobierno insensible, para el que los niños son apenas un número, el profesorado ni eso y las familias un cuadrado mágico al que no le salen las cuentas. No solo eso, queda además lo que espera a tantos y tantos pequeños pueblos que se ven abocados a la desaparición a partir del momento en que cierren su escuela. Para mi desventura, pude escuchar el siguiente comentario poco antes de terminar la reunión: “Hala, vamos a comer que ya hemos oído bastante.” Dicho esto con desprecio y por alguien que pertenece al insensible gremio de los que yo llamo conventuales —ya se sabe, “para lo que me queda en el convento…”—, tal vez no debería hacerme eco de tal demostración de mentes preclaras, desdichadas víctimas del desdén, pero duele tamaña indiferencia. ¡Pobres diablos quienes no son capaces de albergar una pizca de empatía! Está claro, no aman la Naturaleza que les rodea, ni siquiera la humana. Una parte del resto de la sociedad vive anclada en la ignorancia por lo que todo esto supone, anestesiada por días de fútbol, ajena al tremendo dolor que se va extendiendo inexorable, sin ser conscientes de que, una vez que terminen los efectos de la anestesia, se encontrarán de sopetón con la dolorosa y cruda realidad.
No es bueno que los sentimientos se alojen en compartimentos estancos y los saquemos a pasear en según qué casos. Todo lo que afecta a lo vivo y lo que lo sustenta nos afecta, siempre que no hayamos sido infectados por el dañino virus de la indiferencia. Mientras tanto, el agricultor, el hombre del campo observa paciente, con las manos atrás, cómo crecen las patatas y la mies, temiendo acaso el definitivo desmoronamiento de este mundo que, empezando por el medio rural, se nos va al carajo a chorros.