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Lecciones de la Naturaleza para inadaptados

Valores

Tiene su morada habitual por encima de los 1.200 metros de altitud. Ocupa con profusión escarpadas laderas, amplios valles y elevadas muelas. Comparte su espacio vital con su pariente el pino negral, entre cuyas copas de color verde intenso destacan sus acículas de un verde que aspira a parecerse al cielo. Pero lo que más llama la atención es el color y el aspecto de su corteza, anaranjada y escamosa.

Es el pino silvestre, pino albar o pino de Valsaín, nombre este último que toma por la inmensidad de los bosques que forma en esa comarca segoviana. Es aquí, en la densidad boscosa, donde podemos encontrar los fustes más rectos y elevados de este y otros pinos. Cuando uno pasea entre ellos no queda más remedio que recordar el destino que tuvieron sus ancestros hace algunos siglos: formar parte de la flota que Lope de Vega llamó “selva del mar”. En su afán por buscar la luz vivificadora, se precipitan con urgencia hacia las alturas, empinándose y mostrando con orgullo su gallardía.

Ascendamos ahora a las cimas montañosas o los páramos, donde la exposición a la fuerza del viento es máxima, allí donde el instinto humano nos hace encogernos para soportar mejor el empuje del aire enfurecido. No hallaremos en estos agrestes parajes fustes enhiestos y orgullosos, sino troncos retorcidos e inclinados al albur de los vientos dominantes. Aquí los árboles no se empecinan en hacer frente a la inclemente tormenta, no pretenden salirse con la suya para demostrar con vehemencia su deseo de crecer rectos y estirados donde saben que no conviene; más bien se dejan llevar por el viento comprendiendo que a veces es bueno y necesario dejarse llevar, someterse, asumir que hay otras fuerzas más poderosas. Estos árboles crecen doblados y, sin perder su atractivo, sobreviven a la tormenta, a los embates del tiempo, y conservan su vigor, viven. Los árboles que se empecinan en no crecer a merced del viento se quiebran y mueren llevados por su propia intransigencia.

Lo mismo ocurre con aquellos que el azar ha colocado sobre la dura roca. Podemos encontrar ejemplares que apenas sobrepasan los ochenta centímetros, de crecimiento lento, muy lento, con diminutas acículas y tronco retorcido, pero que ya han vivido lo mismo que orgullosos individuos de veinte metros. Son auténticos bonsáis en plena naturaleza que han sabido adaptarse a las duras condiciones del terreno.

Todo esto es una interesante lección que deberíamos aprender de la Naturaleza, de la fuerza de los árboles. Dicen que el humano es el ser vivo que mejor ha sabido adaptarse a las condiciones climáticas y geográficas de la Tierra. Casquetes polares, altas montañas, desiertos y selvas han sido ocupados por el hombre a lo largo de su historia. Pero para ello, para poder superar esas duras condiciones, ha tenido que dejarse llevar por otras fuerzas mayores, aflojar los músculos y doblarse, no enfrentarse machaconamente a las tormentas de la vida y desprenderse de sus más rancios apegos para seguir vivo. Los que no son capaces de hacerlo son ejemplares inadaptados, intransigentes y quebrados, aunque se empeñen en demostrar una fuerza que no tienen.