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Sin paños calientes

Valores

 

Si esta teoría resiste la prueba del tiempo y cuenta con el visto bueno de los científicos, podría llevarnos a una comprensión más profunda de cómo conservar y proteger nuestro mundo natural. No estaría de más que tomaran nota los gobernantes. Porque es deprimente el lamentable estado en que estamos dejando las aguas continentales. Y esto lo saben bien los pescadores.

A menudo se ha puesto al pescador como ejemplo de paciencia. Es digno de mérito verlo salir, caña en mano, camino del río dispuesto a demostrar sus habilidades y astucia frente a un objetivo tan escurridizo como la trucha. Lo mismo cabría decir de aquellos que cada madrugada toman su barco para dirigirse a alta mar, donde a veces capturan más plástico que pescado. Pongamos el caso que queramos, pero nuestras aguas ya no están para muchas alegrías. La pesca furtiva, la introducción de especies extrañas, la falta de escrúpulos de algunos y el imparable avance de la contaminación de las aguas han logrado desvirtuar la pureza de ríos y océanos, que ya no podemos calificar como silvestres. No ha de extrañarnos, por tanto, que algunos pescadores de aguas dulces hayan decidido no ir a pescar con tal de no alimentar sus anzuelos con peces “postizos”, de relleno, como se los ponían a los señores de postín. No solo se está mancillando el arte de la pesca tradicional, sino que se están destruyendo los hábitats fluviales y marinos, espacios que piden a gritos un saneamiento urgente. No se puede consentir que a pocos kilómetros de su nacimiento las aguas ya parezcan sucias y malolientes acequias.

 

 

Similar argumento podría traerse en lo relativo a otras actividades que, de alguna manera, afectan al estado del medio ambiente. La caza, por ejemplo. Pocos habrá más indicados que el maestro Miguel Delibes (1) —cazador, no tirador— para exponer su punto de vista. El cazador, dice, debe esforzarse por que ese duelo con la presa se aproxime a la necesaria equidad, y ello exige una ética y un respeto por la pieza que no siempre gobiernan la caza. “Nosotros quebraremos el equilibrio de fuerzas, incurriremos en deslealtad o alevosía, si nos aprovechamos de sus exigencias fisiológicas (celo, sed, hambre), de sofisticados adelantos técnicos (transmisores, reclamos magnetofónicos, escopetas repetidoras), o de ciertos métodos de acoso (batidas, manos encontradas) para engañarla, debilitarla y abatirla más fácilmente”, escribe, y añade que “una percha de dos perdices, bien trabajadas, limpiamente abatidas, puede ser más gratificadora que otra de dos docenas con todas las circunstancias a nuestro favor”. Estos desiguales recursos convierten a la caza en tiro.

 

“Cazador en las dunas”, Max Liebermann

 

El practicante de actividades deportivas y de ocio al aire libre ha de huir de todo afán competitivo y de ese hipócrita “franciscanismo” que contrasta con la ética del equilibrio ambiental, como señala Delibes, mientras el legislador ha de ser más riguroso con la norma y su cumplimiento. Los ayuntamientos no tienen derecho a ponerse de lado ante la degradación de las aguas. No podemos reclamar prontitud en las reacciones, pues ya llegamos tarde, hace demasiado tiempo que debió hacerse algo, pero eso no significa que ya no pueda hacerse nada. La apatía de unos y otros no puede ir más lejos. No tiene gracia el incumplimiento de la norma por el ciudadano, quien deberá esperar por ello una dura sanción. Pero menos la tiene si es la propia administración la que no respeta las reglas que ella misma dicta. No sería la primera vez que instancias superiores sacan los colores a un ayuntamiento, una comunidad o un país por tales desacatos, y cuando esto sucede la ciudadanía se queda con la sensación de ser la que paga los platos rotos.

El castigo por caminar en el filo de la navaja no puede quedarse en un simple rapapolvo, pues la salud ambiental depende del cumplimiento serio y riguroso de unas directrices que hemos de seguir todos, empezando por la propia administración. Y no vale practicar la política de paños calientes, ni pensar que podemos dar marcha atrás cuando aparezcan los primeros síntomas de un problema. Es para eso precisamente para lo que sirven las medidas preventivas que se plantean, para evitar los daños ambientales. Todo ello suponiendo que nos importe la conservación de los espacios naturales, que no queramos pasar del triunfalismo reconfortante al reconocimiento de la cruda realidad, pasando por la estúpida búsqueda de culpables sin asumir nuestras acciones y omisiones. Decía Pablo Picasso que la inspiración siempre le cogía trabajando. De igual modo podemos afirmar que los vientos se muestran favorables a quienes buscan soluciones, no a quienes se duermen en los laureles.

 

(1) Delibes, M. (1996). He dicho, Destino, Barcelona.