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Una ética de la tierra
La naturaleza ha proporcionado toda clase de beneficios al hombre generación tras generación: hace labores de desintoxicación, purificación del agua, renovación del suelo, polinización de cultivos, regulación del clima, banco de genes... La lista de servicios es interminable, y sin ellos no puede existir prosperidad económica ni supervivencia. Si alguien tiene dudas sobre el concepto “altruismo”, conviene que se dé una vuelta por el campo y lo perciba. Es necesario reconocer su valor y que sintamos la responsabilidad de permitir que la naturaleza siga prestando estos servicios a las generaciones futuras.
Pero la ley de la oferta y la demanda, dominadora de la mentalidad pragmática y tecnocrática de la humanidad rica, dice que la naturaleza, esa esclava generosa, nada en la abundancia de recursos, que estos están disponibles de forma ilimitada y, por tanto, su valor se ha depreciado. Hay quien ya se siente capacitado para tasar algo tan intangible como la naturaleza: el economista Geoffrey Heal cree que el valor total de los ecosistemas iguala el del producto bruto mundial. Sin embargo, no debemos pasar por alto otro tipo de valores morales, sociales, culturales, de biodiversidad o estéticos, valores no monetarios que tengan en cuenta a las generaciones futuras, valores que no podemos ignorar, que no poseen un carácter económico y, por tanto, no podemos caer en la tentación de reducir la naturaleza a simples números. ¿Quién puede sentirse capaz de poner precio al oxígeno que recibimos de lo verde, a su capacidad para absorber el dañino CO2, a la belleza que nos proporcionan montes, ríos, praderas, océanos… o a los sentimientos que nos inspiran? Ya lo decía Machado: solo un necio confunde valor y precio. Es urgente abandonar ese antropocentrismo que nos caracteriza; no definamos más al hombre como a un ser singular y a la naturaleza como el medio ambiente que le rodea, pues ambos forman parte de un todo que debemos conservar. Lo que parece claro es que el vínculo entre el hombre y la naturaleza se ha roto debido a nuestro particular estilo de vida, y convendría una reflexión personal de cada uno de nosotros sobre esta cuestión, hasta llegar a la conclusión de que el ecosistema Tierra, con todos sus componentes, adquiere un valor intrínseco y superior. Se impone una revolución de la conciencia y lograr una transformación personal. He aquí un trabajo que puede serle confiado al movimiento ecologista y al mundo educativo.
Concedamos que la humanidad debe utilizar criterios humanos como referencia para la toma de decisiones. Ante la disyuntiva de conservar intacto un bosque, debemos valorar los beneficios que proporciona a todos, plantas y animales —incluidos los humanos—, y la oportunidad que podríamos perder si no utilizamos su madera o su tierra para posibles cultivos. Pero eso “no implica necesariamente ignorar o eliminar muchas formas de vida no humanas” (1). Ahora bien, no olvidemos el papel que debe desempeñar la ética, pues parece necesario un cambio tal vez radical de nuestra conducta. Algo pasa, y grave, cuando el hombre es capaz de dominar los secretos de la naturaleza —genoma humano, energía atómica...—, pero se muestra torpe cuando trata de establecer una relación mínimamente equilibrada con sus semejantes, que, al fin y al cabo, son lo más inmediato de su entorno, y eso también hay que cuidarlo. Debemos ser capaces de diseñar una nueva ética que nos enseñe a preocuparnos por el entorno lejano de la misma forma que lo hacemos por el entorno próximo. Una ética que nos muestre el camino para no provocar daños a la naturaleza y que nos permita, en fin, dejar un planeta saludable a las futuras generaciones.
La relación equilibrada del hombre con la Naturaleza implica, pues, el correcto funcionamiento de los mecanismos de una ética que Aldo Leopold (2) llamaba “ética de la tierra”. Dice Leopold que los pasos de esta ética “pueden describirse en términos tanto ecológicos como filosóficos. Desde el punto de vista ecológico, una ética consiste en cierta limitación de la libertad de acción en la lucha por la existencia. Filosóficamente, la ética consiste en cierta diferenciación entre conducta social y antisocial”. Se trata de saber reconocer el valor intrínseco de los seres que habitan en nuestro entorno, de inclinarse hacia la tierra y la vida. ¿Por qué esta forma de entender la tierra no puede convertirse en un modo de vida sostenible? Leopold, pionero del pensamiento ecologista, denuncia la orientación puramente económica de las acciones humanas en el medio natural, y propone esta ética basada en el respeto por la Naturaleza como respuesta a la degradación ambiental. Esta actitud exige una conciencia de nuestra responsabilidad hacia el entorno, lo que nos lleva irremediablemente a un nuevo estilo de vida. Cabe asumir que tal relación del hombre con su entorno conlleva un desgaste de recursos, una alteración inevitable, pero esto no debe significar una falta de respeto hacia la tierra y la vida que alberga, algo que conduce de modo inexorable hacia la destrucción ambiental.
Puede que alguien se pregunte por el hecho de que tantas veces aparezca por estas páginas la figura y la obra de Aldo Leopold. Me permito recordar que Leopold ha sido considerado el padre del ecologismo no mercantilista, y su pensamiento, concentrado en las reducidas páginas de su Almanaque del condado arenoso, pasa por ser la biblia para quienes entienden y sienten la necesidad de buscar la proximididad de los seres que conviven con nosotros en el ecosistema Tierra al que pertenecemos.
La conciencia ecológica, es decir, el convencimiento de que somos responsables de la salud de la tierra, es educable. Pero es muy difícil luchar contra el muro que una formación basada en el propio beneficio levanta frente a la ética de la tierra. El pensamiento de Leopold dista mucho de echar raíces entre nosotros. Le parecía inconcebible que pudiera existir “una relación ética con la tierra sin amor, respeto y admiración por la tierra, y sin un gran aprecio por su valor”. Tres obstáculos se nos presentan para mejorar nuestra relación con la Naturaleza: nuestro sistema educativo y económico que le da la espalda a la tierra, la sensación dominante de que la tierra —a la que tenemos que explotar para poder vivir— es un serio adversario del hombre, y el hecho de que nuestras decisiones sobre la tierra estén determinadas por criterios económicos. Como antídotos, Leopold propone una reforma de los sistemas educativo y económico para dirigirlos hacia una necesaria conexión con la Naturaleza, una difusión del conocimiento de la tierra y la biodiversidad que contiene, y un reconocimiento de que los valores no económicos deben desempeñar un papel importante en nuestras decisiones relativas a la Naturaleza. Solo así se puede lograr una ética de la tierra.
(1) Lomborg, B. (2008). El ecologista escéptico, Espasa, Madrid
(2) Leopold, A. (2005). Una ética de la tierra, Los Libros de la Catarata, Madrid